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Conan y el nietzscheanismo

Conan, el bárbaro

Aunque Nietzsche mismo dijera “desconfío de todos los sistemáticos”, una vista a la película Conan el Bárbaro nos vuelve capaces de exponer el orden diagnosticador y proclamativo latente en la filosofía del genio, cuya lógica interna a menudo se pierde de vista entre los saltos y los vaivenes temáticos de sus obras y escritos


Tamer Sarkis Fernández

1. Llegar a ser el que uno es

La forja de la espada –escena de apertura en la película- ilustra que todo proceso creador es dialéctica (de los elementos para el caso). El fuego, el aire para aventar ese fuego, el agua helada, el mineral extraído de las entrañas terráqueas para ser transformado por obra de ese mismo juego elemental. El calor para fundir el acero y moldearlo. El frío hibernal para templarlo y volverlo tratable a la mano de su productor. La espada es forjada con vistas a algo. Podemos decir que, en cierto modo, bruto y primario, el sentido de la espada es su función -radica en su función. Y, sin embargo, la función no agota el sentido del objeto: en ser cuerpo material sujeto a producción no-utilitaria (escena del ornamento labrado sobre la empuñadura) reside un valor objetual aún más elevado, meta-utilitario.

La estampa de Conan niño lidiando con la incursión e invasión de su poblado, nos muestra la fortaleza que ya anida en él. En esa fortaleza se halla cifrada su Potencia -su Destino-, lo que NO es decir que, por sí y en sí, su fortaleza equivalga al cumplimiento de su Destino. Su fortaleza sí equivale, en cambio, a su Potencia. En su fortaleza hay inscrito y prefigurado aquello que Conan puede llegar a ser. Lo que Conan ya es no dejará de impulsarle en el sentido de consumar ese Destino suyo.

Su padre le habla de Crom: dios bárbaro, terráqueo y terrenal, opuesto a los dioses celestes ligados a la civilización agrícola y fundamentados en devaluar relativamente el Mundo en relación a una realidad transmundana de superior valor. Al contrario, Crom sacraliza lo terrenal como lo supremo, y evoca la sacralidad de lo mundano a través de un Mito concreto: el secreto del acero. Estructurar la vida entorno al propósito de desvelar este misterio posee el mayor de los sentidos para los pueblos bárbaros de guerreros, si tenemos en cuenta el contexto de la película -una especie de “Edad de los Metales”-, donde hacer acero con hierro significa la conquista de la piedra filosofal de la supervivencia y del dominio sobre otras comunidades gentilicias.

En este punto preciso se formula una primera alienación evidente, a la que los bárbaros no se sustraen. Se trata de la alienación metafísica, pues es obvio que el clan de pertenencia -su propio padre, forjador de la espada- domina la producción de acero a partir de hierro. Pero el secreto es otra cosa bien distinta: es un presunto “por qué”. No basta con saber operar la transformación mineral material. Se piensa que debe de haber una razón literalmente metafísica del proceso, y ello trae de cabeza al bárbaro. Esta percepción de carencia genera, en él y en los suyos, una mala conciencia; una conciencia de inferioridad respecto de otros hombres (míticos), lejanos e ignotos tesoreros del secreto. Y el Mito de origen, narrado de generación en generación (del padre al hijo), es indirectamente un mandamiento de búsqueda que, en cualquier caso, inocula un sentimiento de desazón -de extravío o enajenación respecto del “Sentido”. Crom, relata su padre a Conan, fue sustraído de su secreto por gigantes y, por azar, en el olvido de los ladrones, los humanos heredaron el secreto.

Y, sin embargo, la natural practicidad existencial y concreción propias de la idiosincrasia bárbara, de algún modo se rebelan contra este sesgo metafísico: el propio inconsciente colectivo “segrega” mecanismos de auto-defensa en el sentido de contrarrestar dicha desazón, que discurren bajo la forma de recelo y desconfianza hacia lo subjetivo. Eso mismo viene a decirle a Conan su padre: no se puede confiar en ideas ni en representaciones, en la conciencia ni en intenciones, en deseos ni en quereres. Sí puede confiarse únicamente en la materia que da poder a quien sabe usarla. La materia es objeto, recurso, capacidad, mientras que el “empleador” es voluntad. La capacidad en aleación a la voluntad = poder. Así, poder = diestro manejo humano de los medios genéricamente producidos.

Los norteños atacantes del poblado de Conan arrasan a otros norteños, pero son manejados por alguien de rasgos “cálidos”, “meridionales”, “redondos”. Rasgos “urbanos” o “civilizados”. Entre esas huestes asaltantes, pueden distinguirse fenotipos variopintos -”multinacionales”. Los ayudantes del Jefe son nórdicos. Los demás, quizás mercenarios. O reclutados y adiestrados entre quienes han sido dominados. Los ayudantes hacen gestos de inclinación ante el Líder y le reverencian. Han sido cooptados; transformados. Su idiosincrasia, transfigurada por algo más poderoso. Por ese algo cuyo sentido pervertido y perversor escapaba a la “inocencia” básica, bárbara, de los enrolados, y que sin embargo, en su exitosa inversión valorativa, consigue hacerse “entender” como “superior”. Ese algo que ha reducido lo Noble a servilismo y que, tras de sí, ha congregado a la pluralidad -a la diferencia- homologándola en tanto que masa unificada como vector de un sentido extraño.

De hecho, a través del Jefe-hechicero el film evoca la generación de com-unidad irracional: el personaje profesa una aplastante habilidad empática de “penetrar” en las resistencias y así, por afecto y trazo de vínculo, llevarlas a su dominio y doblegarlas. Esto mismo le sucede a la madre de Conan, quien justo antes de “ceder” y ser decapitada, había intentado plantar cara al hechicero.

A todo esto, se permitirá el inciso de señalar el papel de la música en el film, siempre connotativa de uno u otro pasaje emocional y vivencial entre los protagonistas, y cuya sucesión de fragmentos o piezas correlaciona en todo momento con el discurrir de la trama. El compositor, nietzscheano, quiso retratar a través de la banda sonora la misma concepción nietzscheana del arte como único canal de acceso a una verdad “más allá” de la identificable por medio de la razón y del lenguaje.

Capturado Conan junto a otros niños, los asaltantes cabalgan hacia el Sur mientras los niños van al Norte, a curtirse como esclavos. Con esto el film da cuenta de una división del trabajo entre centros directores y territorios ordenados por esos centros. Ya en el Norte, Conan es atado a una colosal máquina de producir esclavos. Mero engranaje darwinista, donde “los más aptos” sobreviven y productor con producto coinciden. Ese tiempo rotando alrededor del eje de la máquina le ha atado a sí mismo (a su propia mismidad inercial): el bárbaro ha ganado fortaleza, disciplina, a la vez que ha perdido la inocencia -no queda niñez en él- y su libertad interior está radicalmente atrofiada, casi extinta.

Al ser vendido como esclavo gladiador tras su producción maquinal, Conan queda expuesto a un segundo proceso darwinista, el de ser carne de peleas espectáculo en un sórdido ambiente de apuestas. Allí pierde por completo el temor a la muerte, al pelear una y otra vez radicalmente por conservar la vida. Esa dialéctica, donde la vecindad diaria de la muerte y su profanación reiterada producen su “superación” -el descondicionarse del miedo a ésta-, prende en el bárbaro la concepción de su Destino. Es concebido por él su Destino; el Sentido (impuesto, objetivo) de su vida. Tal supuesta “vocación” lo llevará a Oriente, a formarse. Allí, subordinado por completo a su propio Sentido, Conan desarrolla su intelecto, expresión, sensibilidad, pensamiento y saber, además de refinar su combate. Pero todo ello, como digo, es servil a “su Sentido”, cuyo fondo es ser guerrero, pero que aparece todavía alienado a la forma de esclavo gladiador. Conan es instruido, agasajado con mujeres y banquetes donde se sienta con los Amos, pero el bárbaro es siempre un esclavo y nada más que esclavo. En el fondo, y más allá del “Progreso” y el confort acopiados, del refinamiento y de la civilización y civilidad adquiridas, las relaciones alienadas que presiden su existencia y la definen a ésta, son idénticas a aquellas que le ataban a la arena espectacular donde despedazaba para no ser despedazado y generaba rentabilidad a su dueño. Parece haber dejado atrás la barbarie; parece ser más que aquel bárbaro que fue. Pero sólo parece.

En tales términos, la película explica cómo la conquista del Sentido propio es siempre un periplo amparado y albergado por una Forma cruenta y cosificadora, de la que en última instancia el sujeto de desarrollo debe salir, rompiéndola, so pena de quedar atrapado y de volver y volver a ser “esencialmente” definido por la propia Forma autonomizada, “empoderada”. Ello vale para la filosofía, que en su recorrido inicial estuvo alienada en la Forma religiosa; vale para Conan; vale para el animal humano.

La escena de su demostración acrobática de espadachín, empuñando “su” katana, muestra cómo, a pesar de lo dicho y en la pura dimensión de guerrero, Conan ha llegado a ser el que es (Schopenhauer: “Llegar a ser el que uno es”. Léase en términos de llegar a auto-objetivarse, en relación al Mundo y con el Mundo, en consonancia a su irrepetible cualidad y a su arrebato pasional, a la llamada de su sensibilidad). El cimerio ha adquirido la disciplina del acero. Compartiendo mesa con sus anfitriones orientales, es preguntado filosóficamente por la vida. Conan sabe -y explica- que el sentido de la vida reside, en última instancia, en la muerte. En darla o en padecerla, a ella y a sus consecuencias. Sabe que la paz es una mentira; que la paz es la imposición -hecha a base de muerte- de quienes ganaron la guerra y de sus hijos y descendientes.

Cumplida su producción en su Sentido y en la conciencia de su Sentido, Conan es liberado por su Amo. Pero, al haber perdido, en su periplo, su Libertad y no tenerla en interioridad, ella le es extraña, además de amenazante al significarle miseria material. Él, que con nada queda, debe responder por sí mismo y procurarse alimento y recursos. La Libertad se le había vuelto “un sueño ya no recordado” (compréndase mejor este pasaje del film a través de la lectura de Genealogía de la Moral, II, Friedrich Nietzsche).

Huyendo de lobos entra en la cueva donde encuentra la que será su espada al tiempo que se reencuentra con su dios, Crom, cuya presencia vuelve a sentir. Él lo ve como substancia de todo aquello que le estremece, sorprende o emociona. Y es que Crom encarna aquella fuerza activa (Nietzsche) que es transbalse de la quietud y subversión del orden. Inconscientemente, Conan sacraliza aquellas fuerzas que priman y dominan en él al ser arquetípicas del guerrero (Genealogía de la Moral, I). A través de esta imagen de reencuentro con Crom, el film expone lo señalado por la genealogía religiosa en lo que versa de uno de sus Sentidos, Noble este Sentido: sacralizar lo sobresaliente en la propia idiosincrasia de una comunidad o pueblo.

Sea como fuere, llegado a este punto Conan ya no teme a los lobos, pues, con el producto material genérico humano (capacidad sita en la espada) en sus manos (capacidad + voluntad = poder), llega a ser el que es, pero ahora también en términos genéricos. Se auto-consuma como el animal superior, quien puede al fin poner “la medida” de lo que temer y de lo que amar (manas en sánscrito, mensch en antiguo sajón, man en inglés: voces relativas a “la medida”, es decir, a “el que pone la medida”, “el que tasa y valora”).

Con su espada (ésta sí, la suya), Conan rompe los restos de cadenas que tenía aún atados a los pies, y que le pesaban como un lastre. Ya comulga con su medio de acción; es ya un espíritu libre. Ahora son los lobos quienes temen. Quedando genuinamente libre, al conciliar lo individual en lo genérico englobante (re-afirmación del bárbaro en un plano evolutivo superior), Conan recupera, dialécticamente, la infantil inocencia perdida, tan característica de su temple sencillo y bárbaro. Pero tal fortaleza es, indisociablemente, punto flaco en el complejo y retorcido Mundo, dando pie a que la bruja de la cabaña le engañe con trucos y le seduzca. No obstante, en el corazón de la mentira de la bruja hay una Verdad superior: la de relatarle, ahora, su Destino a Conan más allá del Destino en su estrecha dimensión “de oficio”. Se trata de un Destino más elevado, ético y épico, relativo a convertirse en el letal enemigo de quien no sólo asesinó a sus padres, sino que enturbia a las gentes y las domina, pervirtiendo el Mundo. En la película, la bruja tiene un valor de revelación: aquella revelación que pone a la auto-consciencia de lo particular en lúcida relación con su vínculo respecto de lo universal. Otros sufren y perecen por la acción del azote común. Conan alcanza a percibir las dimensiones de su cometido: su lucha es mucho más que mera venganza personal. Su lucha es por él y es por el Otro, ese Otro que en algún punto, frente al azote común, se con-funde con el bárbaro.

2. El nihilismo y sus tentaciones

Conan encuentra a su primer “compañero de viaje” (Nietzsche, Así habló Zaratustra), quien no desea ser abandonado a morir de hambre sino, si es preciso, en combate con los lobos a cuyo hambre voraz él ha sido condenado. Nótese la metáfora: nada más que una vez ya libre de sus propias cadenas de esclavitud, Conan se halla en disposición de cercenar las de su nuevo amigo, Subotai el arquero. “Compañeros de viaje quiere Zaratustra, y no pastores ni rebaños”. Ambos libres, entre iguales conversan sobre dioses. Ninguno de los dos concibe a uno único. Comparan, jactanciosos, mutuamente a su dios respectivo, sentenciando Subotai triunfante: “Mi dios es más fuerte. Tu dios vive bajo él”. Las palabras del Oriental, quien adora al cielo, de algún modo muestran al bárbaro que, aun bajo la disparidad y la multiplicidad de deidades, credos, cultos, ritos…, hay en efecto una “esencia” del hecho religioso. La “esencia”, por así llamarla, es aquella fuerza interior de la que parte el pensamiento teológico: el alejarse del Mundo; el ascetismo. Un dios “demasiado humano”, impulsivo, visceral y terrenal, como Crom, es siempre una divinidad comparativamente débil, que no expresa más que muy parcial, pueril, indirecta y alejadamente la “idea de Dios”. Pues, en el fondo, “Dios” con centralidad es la depreciación de la vida terrenal y su contraposición transmundana. La idea culmen de “Dios” es el Vacío: la perfecta ausencia de sensoreidad. En un dios como el del bárbaro, la idea apenas ha despertado, y ni mucho menos se ha impuesto, sometida como lo está a una fisonomía cultural y vital impetuosa, curiosa, consagrada a lo fenoménico y a su vivencia…, en auto-sacralización. De este primer sentido de la religión habíamos tratado párrafos arriba. La escena del debate teológico nos muestra su sentido segundo.

Los dos amigos corren, ligeros y sanos, a través de la estepa, afirmando instintivamente su propio ser libre, sin pretenderlo, pero gozándolo empíricamente. La música puesta a la escena nos lo dice con una hondura inenarrable a través de conceptos.

Guiado Conan por las palabras de la bruja en relación a dónde encontrar la Orden o Cofradía que tiene por signo a la serpiente, ambos amigos entran en la ciudad (llamada Zamora), donde el viento no corre y todo huele a podrido. Espacio de lo profano -de la búsqueda del provecho o utilidad- donde la sacralidad brilla por su ausencia a pesar del culto religioso del poder (culto religioso al poder personificado y deificado) y de su sacerdocio (léase Las moscas en el mercado, en Así habló Zaratustra). La ciudad antigua es el mercado (el universo de valores de cambio); es el ordenamiento burocrático del campo y de su producto (de la vida comunitaria gentilicia precedente); es la división del trabajo y del conocimiento impuesta sobre la comunidad aldeana, que produce y reproduce la unidad social a partir de la edificación de condiciones materiales productivas para el campo, así como de procesos tributarios de extorsión de plusproducto y de plustrabajo.

En el orden urbano se hallan así mismo la religión y templo de los asesinos objeto de Conan, simbolizados por dos serpientes enfrentadas y por el sol negro/ luna negra. Conan y Subotai no se plantean más que robar el gran rubí del tempo, al desconocer Conan que su presa de ladrón coincide con su archi-enemigo. Antes de la gran misión de sustracción de la joya, los dos amigos compran loto negro de Estigia, un potente psicoactivo, y pasan una noche “de viaje” deambulando ebrios por las callejuelas y espacios abiertos de la ciudad. Esta escena de jubiloso ritual enteogénico (en-theos-genos: literalmente, “alumbrar a un dios dentro de uno mismo”) conmemora uno de los usos antropológicos por excelencia de psicoactivos entre miembros de nuestra especie. Me refiero a la re-conciliación con lo sagrado a través de una comunión ingestiva con la sacralidad (contenida en una planta, bebida o alimento), que “limpia” a la comunidad mancillada por la práctica de la dimensión utilitaria del existir social (el deseo de hacerse con una joya, para el caso que nos ocupa).

Conan y Subotai se topan con Valeria en plena expedición de saqueo y ella pasa de competidora a aliada. En el momento de la verdad, y visto el riesgo del asalto al templo, los hombres dudan, pero no hay tiempo a demorarse: ella les grita: “¿Queréis vivir para siempre?”, despreciando ese “futurible”. En las palabras de Valeria residen parte de los valores que el film opone a la concepción transmundana de la vida. En efecto, la perspectiva de eterna reencarnación como premio a la Virtud (o al darwinista “adaptarse”) es puro nihilismo, pues, quien vive la vida, apura su copa y no teme agotar el cáliz. La eternidad como finalidad es despreciar la vida, ya que exige la contemplación y la quietud como fuentes de la eternidad misma.

Periciosos ladrones y combatientes de arrojo, los protagonistas roban la joya, éxito que esclaviza a Conan a la riqueza. Entre lujo y suntuosidad Conan se corrompe, dejando de ser capaz de identificar aquello que le conviene y de obrar en consecuencia. Los tres enriquecidos se adentran particularmente en esa Era del nihilismo sensual y eudemonista donde la renuncia al Sentido no se vive como desgarrón vital, sino como satisfecho, entretenido y placentero acomodo. La decadencia ha sobrevenido de la mano de la victoria y abundancia: el guerrero no puede pervivir sin una meta, pero ésta había sido sustituida por la opulencia y su vacuno pacer.

Inmerso Conan en estas dulces nubes de algodón y sábanas, su Voluntad de poder no es por entero neutralizable en ese marco de decadencia, así que, como “por su cuenta”, produce su propio camino de afirmación: el amor. A pesar de todo (o justamente debido al estado de Conan), el amor con Valeria es una nueva senda de elevación respecto de la animalidad pero a la vez conservándola (aufheben), humanizándola. Nietzsche se había burlado de la grotesca concepción que la cristiandad desarrolló en relación al romanticismo, ligándolo a la ascesis, a la in-corporeidad, a la a-sensualidad; cuando resulta que romanticismo fue idealización, sí, pero de la pasión y de la carnalidad. La película vuelve a burlarse del cristiano “romanticismo” a través del amor de Conan y Valeria, descrito salvaje, vértigo y densidad puros, en la romántica escena de lecho.

Y, en la suprema noche de su ocaso, reventando de embriaguez, los decadentes son capturados y llevados ante el Rey Osdric, El Usurpador. El monarca, antaño un fuerte norteño de reinado esplendoroso, encarna la vieja Moral decadente y minada, llagada, por la “alternativa” nihilista sacerdotal que la secta de la sierpe porta, infectando el Mundo con sus templos y liturgia. El viejo orden moral en descomposición pide socorro ante el espectáculo de disentimiento de masas, donde los hijos matan a los padres con armas que evocan a la secta (dagas con empuñadura de serpiente) mientras por doquier refulgen los símbolos de la “revolución generacional” en curso.

El Rey Osdric representa a los guardianes de rebaños humanos que lloran su pérdida: “Viene un tiempo, ladrones, en el que las joyas dejan de destellar, cuando el oro pierde su brillo, cuando la estancia del trono deviene prisión, y todo lo que queda es el amor de un padre por su niña”. La propia hija del Rey Osdric es una posmoderna neurótica de la introspección, del “encontrarse a sí misma” y a su identidad por medio de distintas “tecnologías del yo” (Foucault), del hallar los secretos de su alma individual y plegarse a “su verdad”. Ella forma parte de los hijos de Doom (el Hechicero), habiendo renegado de su padre el Rey, y su fe, como el de las demás ovejas, proviene en el fondo de una subyacente voluntad de la Nada. Pues en realidad es el nihilismo aquello que precede -y explica- el sacrificio de los sectarios al servicio del Pastor. La ciega esperanza había nacido del Vacío de desesperanza, como el espejismo balsámico se prepara con insana angustia que expresa, a un nivel de inconsciencia, enfermos suspiros por sanar. Pero este Vacío sobrevivía y, es más, fluía como secreta savia al interior de la entrega histérica y de la obcecación de unos adeptos que, deseando conscientemente la comunión con la Promesa de Trascendencia, inconscientemente buscaban la Nada. A un ademán invitativo del hechicero en las alturas de su atalaya, los adeptos se arrojaban a sus brazos, al vacío.

Así, a menos que deseen muerte inmediata, los tres deberán partir al rescate de la hija del Rey, esclava de suspiros por su señor hechicero (que es ahora su razón, su luz y su padre). ¿Podrán rescatarla de sí misma?. En cualquier caso, Conan ve confluir en esta misión la suya propia: la cuestión es vengar a sus padres y así mismo. Aquí es donde Subotai y la propia Valeria trastocan provisionalmente sus respectivos papeles para con el bárbaro, pasando a personificar distintas formas de nihilismo, que lanzan sus lianas de Tentación tratando de persuadir y de envolver la andadura de Conan. Para empezar, Valeria se propondrá disuadir al guerrero de cumplir su Destino en nombre de la seguridad. Valeria representa aquí el conservadurismo -la razón paralizando la vida. Las fuerzas reactivas (cuidado, protección, persistencia supervivencial, resignación y transigencia con los hechos a cambio de adaptación…) pugnando por suplantar a la regencia de las activas en la interioridad del guerrero. Operando sobre sí mismas -autodefiniendo a discreción, de modo oportunista, su propia “masa substancial”, las fuerzas reactivas mutan el rostro para mejor imponerse en el espíritu de Conan. Por eso es que Valeria va reformulándolas sucesivamente, primero como seducción por gregarismo con un aliño de coacción emocional (“Siempre he estado sola”), para pasar acto seguido a la apelación a supervivencia, al susurro de confort (warmth). A efectos de logro, Valeria tiene que mitificar al “enemigo”: “Es el demonio”, el Mal puro, sobreterrenal, invencible, secundado por un rebaño de suicidas esperando morir por él. Y es que, para más inri, Valeria conoce la debilidad típicamente bárbara de aprehensión frente a la brujería y la magia.

Al fin, viendo su fracaso, Valeria juega la carta de la democracia y del inglés utilitarismo de los valores, intentando representar como valioso aquello que vale para la mayoría, para el común o incluso para una generalidad: “He hablado con Subotai y él concuerda”. Este mismo “argumento” implica también el uso cínico del valor de la amistad que ella sabe vivo en Conan. Mentando engañosamente a Subotai, Valeria está falsificando la amistad, porque ésta, en realidad, se define por impulsar al amigo a superarse; jamás por conformarlo a renunciar.

Valeria ha intentado razonar apelando al miedo, al sentido común y a la confianza amistosa, pero, al ver que Conan sabe su Destino (el bárbaro sostiene y mira el símbolo de la secta que es su objetivo atacar), ella pasa a invocar el corazón y el amor, porque sabe que sólo así puede competir con el sentido honorífico de vengar a sus padres y a su comunidad destruida. Por eso Valeria sale a la palestra esta vez como nihilismo egoísta, depreciador del Mundo y su valor, en nombre del “Tú mí me conmigo y nada más importa”.

Sin embargo, el Sentido ha sido más fuerte. Conan ha resistido a las tentaciones y Valeria se despierta sola, comprendiendo que el guerrero ha partido en misión sin ella. Entonces, ella lo seguirá por amor. Él le ha dejado la joya atada a un colgante, pero ella no es ya vulgar ladrona materialista. No desea otro beneficio que el de jugarse la vida con su amado, para seguir junto a él.

3. Del último hombre y de la fecha y anhelo hacia el superhombre

En su andadura, Conan conoce a otro compañero de viaje: el chamán/ hechicero oriental. El encuentro tiene el valor de mostrarnos cómo la épica vital transcurrida ha curtido y cambiado a Conan. El chamán, en mecanismo de auto-defensa, amenaza a Conan presentándose en calidad de poderoso mago y espiritista. Es de esperar prudencia en alguien que, como bárbaro, teme la sola mención de la magia. Es legendario el acongojo y debilidad mostrados por los bárbaros ante el embrujo y todo lo sobrenatural -lo que escapa a la percepción bárbara familiarizada con los sabidos y reiterados procesos naturales. Sin embargo, Conan ríe a carcajadas al escuchar la bravata. Y el mago, “desarmado”, no tiene otro remedio que reír con él y sumársele amistoso. “No mata el enfado. Mata la risa” (Friedrich Nietzsche). La escena, por lo demás, tiene algo de taoísta: nos habla de cómo superar los límites impuestos por una Bestia Negra externa, no por medio del encontronazo, sino bordeando al enemigo y de alguna manera envolviéndolo con uno mismo -poniéndolo bajo el regazo propio, controlado.

El narrador cita a “Los niños de Doom”. De Thulsa Doom, el hechicero. El encantador. La voz doom se refiere a “condena” y no es casualidad ese apelativo en un personaje que se presenta como definitivo castigo y flagelo contra “el Mundo”, ese “mundo de lo viejo y de la desdicha” respecto del que jóvenes adeptos y no tan jóvenes pretenden desgajarse (y gozar destructiva venganza antes de “trascenderlo”). Paralelamente, “los niños de Doom” denota un interesante juego de palabras en la versión original anglosajona, que yuxtapone las denominaciones “the children of Doom” y “Doom’ s children”, expresando con ellas filia consanguinea y propiedad.

Sigue el narrador: “Predicaron a mi Señor deponer su espada y retornar a la tierra”. A lo que el narrador añade: “Ya basta de tierra en el sepulcro” (o lo que es lo mismo en este contexto semántico, “Ya basta de tierra en la solemnidad”, “en lo profundo”). El juego de palabras se dirige a entroncar con Nietzsche cuando dice “Algunos se llaman a sí mismos profundos porque pescan en aguas muy profundas, donde no hay peces. A eso ni siquiera le llamo yo superficial” (Así habló Zaratustra). En efecto, la supuesta “profundidad” transmundana erigida como Sentido de la vida en la tierra, resulta que no eleva al metafísico, sino lo entierra en la Nada al extraviar el Sentido verdaderamente terrenal de la tierra. Y, cuanto más “profundo” se es, más se pierde uno en la fosa que cava y cava.

La atmósfera es de una efervescencia entre indostánica y neoyorquina cuando las congregaciones en Central Park. Peregrinos de jubiloso cántico que regalan flores al desconocido. Esta última imagen es la crítica al Injusto que prodiga bondad y generosidad sin mirar a quién, esto es, indiferente a la Cualidad del destinatario y a su merecimiento de bondad. Ese relativista dadivoso es malo: no distingue entre grados de valor humano. Hay una multitud cosmopolita, venerando cada cual “a su manera”. Pero tras la multiplicidad, el pluriculturalismo e incluso las políticas “nacionales”, subyace el Amo que a todos congrega.

El paisaje es semítico, de místico desierto, salpicado por quienes rezan como levitas. Se ven túnicas, cabezas cubiertas. Los animales mezclan sus onomatopeyas con los balidos del rebaño humano. Aquel sacerdote del que Conan roba violentamente el hábito, le dice al pretender tener desnudo al bárbaro y, más, yacer con él: “¿Cómo esperas alcanzar el Vacío sin conocer tu propio cuerpo?”. Los sacerdotes son legión; un ejército en hilera hacia la cima de la montaña. Al inquirir de una sacerdotisa, Conan dice ver “el infinito”. Y la sacerdotisa lo mira plena de una lascivia idealizada como interés metafísico.

Habla Thulsa Doom desde la cima de la montaña. Empieza su alocución eternizando la interioridad compartida por la masa: esa interioridad patrullada por la mala conciencia, que la pone a depender de un rector sancionador y, más “profundamente”, de un Mesías. Así dice: “Por mil años, os he vigilado” (pero también en un sentido de “guardado”, “protegido”). Entonces, el hechicero habla a Conan profiriendo un discurso nihilista sobre la inconsistencia humana, la banalidad de las pasiones y la vacuidad y sinsentido de las motivaciones. Junto a él, sus nórdicos ayudantes pervertidos, Rexor y Thorgen.

Continúa hablando ahora del secreto del acero, vital para Conan, y que el mismo Thulsa Doom buscó cuando joven. Las palabras de Thulsa Doom pulverizan letales toda aquella metafísica del acero supersticiosamente instalada en la mente del bárbaro. Le dice “La carne es más fuerte”. Y sin embargo, lejos de la interpretación fácil alusiva a “la preeminencia del ser humano”, “la voluntad”, “el cuerpo y el espíritu”, etc., las palabras del hechicero no tienen nada de idealistas, pues, tácitamente, contienen su propio reverso y no es sino a través de esa simetría que cobran sentido. En efecto, “la carne es más fuerte” en la medida en que el Mundo está poblado de gran cantidad de “carne débil”, susceptible de ser afectada y conducida.

En la médula discursiva de Doom, está el tratar de convencer a Conan de que el Sentido del bárbaro es un Sentido meramente reactivo, es decir, definido por el objeto mismo contra el que estaría pronunciándose la existencia del bárbaro. En otras palabras, el tratar de convencer al guerrero de que éste depende del hechicero y que el último, de algún modo, es su Sentido. Pero Doom se deja, en fin, de discursos y ordena a sus ayudantes la crucifixión de Conan.

Salvado de perecer crucificado por Subotai, Valeria y el chaman, Conan alumbra en consideración, mientras practica espada, las palabras oídas -“La carne es más fuerte”-, integrándolas, eso sí, en la ética del guerrero consagrada al manejo del acero.

En este punto, de nuevo asoma picando el aguijón del nihilismo, ahora encarnado en Subotai y su tentativa de disuadir al grupo de combatir con Thulsa Doom. No obstante, la Forma es ahora nueva y consiste en el pragmatismo. “Lo realmente valorable son los resultados prácticos”, viene a decir Subotai por encima de Principios y de auto-compromisos de hacer justicia con la propia comunidad ultrajada por las huestes del hechicero. Ciñámonos a la misión de rescatar a la chica, de la que recibiremos suculenta recompensa en capazos y más capazos colmados de joyas. “Ya mataremos a Thulsa Doom otro día”. Pero el nihilismo no puede echar raíces en Conan, y es el bárbaro quien, con su determinación, arrastra al soplo nihilista de su amigo a no reverdecer. Los cuatro marchan al rescate de la Princesa adepta.

Llegan allá donde la Princesa es tenida dulce, eclipsadamente, “rea”. La escena panorámica de ese espacio parafrasea la descripción nietzscheana de “La fábrica del ideal” (Genealogía de la Moral, I). Sangrientas y podridas son las entrañas de la “prístina” Moral del sacerdote. Bajo la proyección de “excelsa Bondad”, fermentan la pus y la crueldad de odio. Ese fondo, compartido por los devotos, alimenta la orgía, donde el placer extático se funde con el dolor y de él se extrae. Durante la orgía, los brebajes preparados con restos sacrificiales humanos son ingeridos, y devorados los restos: el sacerdote, y la fe y veneración hacia su figura, adoptan su fuerza prestada del esclavo, es decir, de profundizar en su debilidad hasta transformarlo en un detritus sin Sentido y por ello dependiente del sacerdote. El extremo sufrimiento padecido vuelve al esclavo, “paradójicamente”, indolente carne de sacrificio. Pues “Lo insoportable del dolor no es el dolor en sí, sino su sinsentido” (Genealogía de la Moral, III).

Muere Valeria. Conan transgrede el tabú chamánico de no prender fuego en la colina sagrada. La ceremonia funeraria es sagrada. Subotai pronuncia una manifestación máxima de solidaridad humana y vínculo: “Es Conan, el cimerio. Él no llorará. Así que yo lo haré por él”. La fraternidad ha eclosionado, aquí, en una cumbre de des-individuación, siendo lo mismo el uno y el todos. Cuando la com-unidad ha emergido plena, ella misma ocupa por sí y en sí el lugar de su tradicional sacralización, dando lugar a nuevas formulaciones de lo divino a partir de sí. Por eso, lo divino deja de ser objeto de veneración abstracta y, en su lugar, se le condiciona a ser la extensión Superior de la propia fisonomía compartida. En este sentido, al preparar la defensa ante la inminente embestida de los nórdicos ayudantes de Doom, Conan responde a las sugerencias de rezo: “¿Nos van a ayudar?”. Ya no hay lugar para venerar a lo divino si no se trata del dios propio, quien dialécticamente les venere a ellos. Así, Conan reza a Crom y en su oración apela al valor guerrero del heroísmo, más allá de las múltiples carencias de “Virtud” en el que reza. Su dios, re-afirmador de los valores sacralizadores de la vida, imperfecta y contradictoria, no es dios de “seres puros e ideales”, opuestos a la realidad de carne y hueso.

Qué diferencia con la pleitesía sumisa de la Princesa adepta. Mientras, al haber sido recuperada por Conan y sus amigos, la doncella comparte días con ellos, no abandona los posesos gritos de “Doom me salvará; vendrá aquí y os matará a todos”. Ve a su Salvador en su parásito. Cuando el hechicero hace acto de presencia, es para disparar una flecha encantada contra la joven, mientras ella chilla “¡No me mates, padre!”. Y en verdad no le da muerte; vuelve a llevarse con él a ésa su carne de sacrificio. El sacerdote requiere de esos en quienes crea y re-crea necesidad de sí mismo.

La escena final es de nuevo sermón pronunciado por Doom, y nucleado en la “disrupción” “radical”. Pero bajo el manto de pseudo-radicalidad aquello que se desliza es el relativismo, como en las proclamas de aquellos que abominan de “la política” o de “Gobiernos y líderes” en abstracto. Así habla: “Todo lo que es Maligno: todos vuestros líderes y vuestros padres. Todos los que han mentido y corrompido la Tierra”.

Y pasa otra vez a intentar persuadir a Conan de que él, el hechicero, es su Sentido, que, a fin de cuentas, lo ha llamado a él y conducido. Trata de representar ante Conan una imagen del propio Conan reducida a resentimiento, pues ciertamente es el activo quien da Sentido al resentido. “Cuando yo me vaya, tú jamás habrás sido. ¿Qué será de tu mundo sin mí?”, intenta embaucarle. Y agrega sacerdotal, paternalmente: “My son”, en la acepción de “mi hijo” a la vez que “mi producto, mi creatura”. Pero -y a diferencia de lo que decenios ha ocurriera con su madre-, las sérpicas palabras de Thulsa Doom no consiguen hechizar a Conan, quien se ha transmutado durante su Odisea pero a la vez (y por Gracioso medio de su misma aufheben) sigue siendo aquel bárbaro impermeable al retorcimiento. En su sencillez e inocencia reside su autenticidad; su instinto de discernimiento y de verdad. Inmune a sofisticado encantamiento, Conan desoye y decapita a su archi-enemigo, para acto seguido arrojar la cabeza zigurat abajo. La cabeza rueda hasta los pies del rebaño, quien, en lugar de aclamar a Conan como pastor, abandona las medianías del templo. Sin pastor, el rebaño seguirá rebaño, sin cambiar su naturaleza, desencantado y nihilista. “Ningún pastor y un solo rebaño” (Así habló Zaratustra).

Conan prende el templo. Desestima a la Princesa, quien, en ofrecimiento de servirle, se postra ante él. Pasa desatentamente por su lado y, sin embargo, se va con ella, junto a ella, pues “Compañeros de viaje desea Zaratustra, y no pastores ni rebaños”. Con su gesto, el bárbaro invita a la hija del Rey a hacerse nueva. Vuelve a pronunciarse la voz del narrador, quien cierra la película mencionando que Conan él mismo devendrá Rey. Dejándose caer este evento futuro, el cierre sugiere la secuencia de precipitación y final caída de la vieja Moral (el Rey Osdric), siendo también trascedida su antítesis reactiva inmanente (su propia hija y la generación de adeptos a la voluntad de la Nada), para ser, en fin, los valores del superhombre aquellos que llegan a regir a través de la obra y gesta de sus portadores (“Flecha y anhelo hacia el superhombre” en Así habló Zaratustra). Y, sin embargo, la segunda producción cinematográfica de la saga no nos contó nada de eso que habría sido tan interesante: la regencia de los espíritus libres abriendo camino al nuevo Tipo social y valorativo. En lugar de ello, el estreno se desarrolló como pálida caricatura, desconexo por entero respecto del hilo filosófico desplegado por Conan el Bárbaro. Los “Conaníacos” quedamos a la espera de una genuina continuación.

Vicedirector de DIARIO UNIDAD