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Do y Dojo: Hacia una antropología del Karate Kyokushinkai

 

La relación dialéctica que aúna el “camino” (Do) personal del pupilo y la dimensión de “lo común” en el Dojo de Karate Kyokushin. Técnicas y prácticas comunes


Tamer Sarkis Fernández

A Shijan Ramón Bustinduy, a Sensei Javier Lozano Luque, a Sensei Kojima

A mis eternos compañeros en el DOJO FORUM GYM de Barcelona

Mi artículo trata de la relación dialéctica que aúna el “camino” (Do) personal del pupilo y la dimensión de “lo común” en el Dojo[1] de Karate Kyokushin. En esa medida, el artículo explora la cuestión de las técnicas y prácticas comunes (Kihon, Idong, alternancia de combinaciones, etc.) a través de las que “lo personal” del pupilo puede abrirse paso. Y, dialécticamente, explora la cuestión de cómo, al irse “lo personal” forjándose y expresándose en unas condiciones caracterizadas por la relación material con los compañeros, el proceso de “diferenciación” es inextricablemente un proceso productivo de rasgos artístico-marciales y de signos de autoconciencia compartidos (“personalidad de Dojo”).

El hecho de que este proceso productivo/expresivo del “espíritu” de cada uno sea indesligable de la producción de los compañeros por los mensajes compartidos e in-corporados durante los diversos ejercicios del entrenamiento, significa una negación práctica de la antinomia individuo-sociedad que caracteriza a las sociedades separadas. Así mismo, significa una negación práctica de su reflejo ideológico relativo a una “libertad de expresión” fraguada por y en el individuo, bien sea en “paz”, en colisión o en coexistencia con una exterioridad limitativa o competitiva. Este proceso comunicativo que son, entre otros, los ejercicios por parejas y el combate (Kumite), será analizado, en el artículo, recurriendo al desglosamiento del Kanjii japonés Kara o Ku (“Vacío”)[2] en tres de sus acepciones complementarias: 1ª. “Interdependencia”, es decir, irrealidad del ser separado respecto de los seres que posibilitan su “particularidad”; la comprensión de este significado alienta en el Karateka la virtud de la humildad. 2ª. “Transitoriedad”, es decir, irrealidad del ser con una cualidad de persistencia, y que alienta al Karateka a no aferrarse a sí mismo y al no conservadurismo, pues inevitablemente él no es más que un momento de su propio Do. 3ª. “Animo abierto y ausencia de fanatismo”, es decir, apertura de mente para adaptar selectivamente las acciones de aprendizaje y de combate a las situaciones y características del compañero, en lugar de obcecarse en un procedimiento u otro. Esto alienta en el Karateka la escucha y la auténtica disposición comunicativa durante el Kumite en lugar de los monólogos prefijados.

Continúo mi artículo analizando la incidencia de la autoconciencia sobre nuestro comportamiento en las distintas prácticas que celebramos en el Dojo, y adopto para este análisis los conceptos nietzscheanos de “activo” y “reactivo”. Así, llamo autoconciencia activa a aquélla que funciona sirviendo a la acción e impulsándola, independientemente de que pueda mostrarse despiadadamente crítica, inconformista o rigurosa con nuestra actividad sobre el Tatami. Por contra, llamo autoconciencia reactiva a aquélla que ahoga a la acción. Tal “conciencia vuelta contra la actividad” es normalmente debida a inclinar excesivamente la valoración sobre el polo de los resultados a obtener, o a la tiranía de un tipo idealista de auto-exigencia que nos presiona reclamándonos sobre el Tatami desenvolturas “puras” a priori. O bien se debe a la caída en la trampa del Mito de la “responsabilidad”, que nos crea una mala conciencia sobre nuestros errores –dados o potenciales- y así nos paraliza o nos inhibe. Acabo este apartado hablando del diluirse de la autoconciencia con la llegada del Karateka a la Maestría, que se distingue por la expresión del arte marcial en una especie de estado calmo de “sin consciencia” (Otoshibaraku), en que el Maestro ya no necesita pensar su espíritu artístico y carece de todo freno a su expresión (no puede ya ocultar o reservarse la verdad de sí mismo y, así, ésta fluye con naturalidad, o, para decirlo en términos de Kyokushin, fluye como “reflejos”[3]).

Culmino mi artículo con un breve análisis comparativo entre la práctica del Kudo Daido Juku (un arte marcial derivado del Kyokushin) y la práctica del Kyokushin en lo que gira en torno a cómo conciben respectivamente el Do productivo/expresivo de “la verdad artística del pupilo”. A este fin, me apoyo en la distinta atención que uno y otro arte marcial presta a las Katas[4].

1. Producción comunitaria de lo personal

El aprendizaje y adquisición de unas técnicas no es más que un fin relativo: un medio de expresión. Igual en la danza: ni el bailarín potencialmente más expresivo puede comunicarse sin haber adquirido el “canal”, compuesto por una “infraestructura motriz” geométrica, matemática. El practicante va transformando cualitativamente este canal desde el momento en que va siendo más y más capaz de añadirle su propia vida en movimiento y hacer con “base” y “vida” una síntesis superior. Esto ocurre con el lenguaje: por muy “personales” y transgresoras que sean las ideas a comunicar, ni siquiera puede haber idea sin un código común lógico y lingüístico que no solamente es el medio de ella, sino su materia prima. Ninguna idea puede proceder auténticamente de nada. Porque nada es vacío y de ella, pues, nada puede brotar, al no existir “en ella” ni siquiera potencia generatriz: el solo hecho de nombrarla “ella” es ya un abuso, un engaño necesario del lenguaje con que representárnosla. En una idea hay siempre otras –descompuestas y recompuestas-, o bien se erigen sobre nuestra relación con la materia (materia producida e intervenida conscientemente por los sujetos, y así pues materia que entraña ideas).

Digo esto en el sentido de que, al no poder idear sin ser receptores de ideas, el código que capacita a los emisores a formárselas y darlas debe por fuerza ser el nuestro en tanto que receptores efectivos (comunicación: diferencias en un juego de com-unidad). Esto tan sencillo ocurre con el Kyokushin, donde sólo a través de la práctica del Idong y del Kihon vamos haciéndonos más sensibles a “detectar”, valorar y adquirir lo “personal” del compañero cuando nos pegamos o nos ejercitamos con él. De ello resulta que el Kyokushin sea una potente crítica en los hechos respecto de la forma separada y contrapuesta a una “exterioridad” con que el individuo encaja hoy en sociedad: en el Tatami aparece claro que lo “personal” no es más –ni menos- que la huella de lo orgánico, siendo esa diferenciación –esa creación de multiplicidad- por sí misma fuente de unicidad, a la que puedo aludir como “personalidad de Dojo”. El ciclo sin fin del movimiento de la Totalidad hacia el autodesarrollo diferenciado, y, al tiempo, de la composición de un cuadro de identidad a través de los ejercicios compartidos y del combate (sobre todo si la dinámica es de rotación respectiva y entre sí de todos y cada uno de los compañeros), no es más que la historia de la vida al nivel del universo físico. Queda reflejada en la secuencia de cinturones de otras artes marciales. Es el caso de determinados estilos de Jiu-jitsu, donde se parte del blanco hasta finalmente pasar del negro al rojo y, tras la roja explosión de vida, se llega al cinturón blanco y vuelta a empezar, aunque sobre otro plano, el recorrido completo de formación. La vida del máximo cinturón es tan densa que no puede ser conservadora sino auto-forzada a partir hacia nuevos horizontes porque cuanto más sabe más consciente es de cuánto no sabe y de cuánta la importancia de lo ignorado. En el sentido de isomorfismo evolutivo enunciado antes, sería interesante abordar la cuestión de cómo los compañeros se dan mutuamente en un “espíritu común de Dojo” que se va haciendo al calor de la progresión expresiva de “lo personal”, tanto como es permisivo e inductor de ésta última, más allá de la evidente y marcada influencia del Maestro en sus pupilos.

Pero algunas visiones, en su fortaleza, llegan a ser más reales que la lógica que fue, por así decirlo, su hardware apriorístico, y necesitan entonces darse a sí mismas otra lógica que es reflejo de la concepción y al mismo tiempo le sirva a ella en su crecimiento. Es el caso de Hegel y su negación de la lógica metafísica por la dialéctica como lógica del movimiento unitario del mundo y de la historia. También ocurre esto en la música: el primer Heavy Metal se puso a tocar las guitarras eléctricas usando arcos de violín. Baudelaire hizo poesía con prosa. Debord vio que la “importancia” de este cine se alimentaba del cadáver de esta vida –de la banalidad de ella, que llama bien a su compensación, bien a su destrucción. Optó por lo segundo, y empezó a hacer teoría revolucionaria con celuloide. En Oyama Sensei o en Azuma Sensei, la personalidad de artista marcial hija del medio, y que la luz y sombra de este “código” o “lenguaje” ha desarrollado, desborda el medio (lo que habla muy bien del valor de un medio tal). Desde ese momento, “lo personal” sólo puede expresarse en concordancia con su propia altura –y darse a los demás-, si se da otro medio, que, nuevamente, es objetivación de su creador así como el suelo sobre el que su creador puede seguir andando y re-creándose. Un medio así, tan humilde y tan grande como para dar auto-superaciones de sí cuando entronca con una persona que apura su copa, se asemeja al Maestro genuino, quien sabe ver en su superación por un pupilo la prueba irrefutable de su maestría. El arte marcial se ha realizado; el Maestro se sabe en el pupilo. El arte marcial se cumple como medio de trascendencia de “lo personal” contrapuesto, precisamente porque es el Dojo aquello que va concretándose y reconstituyéndose como una multiplicidad dinámica de “lo personal”, y precisamente porque el propio Dojo es su unificador de la mano de la ocasión comunicativa de cada auto-expresión durante el entrenamiento.

Así, no es casualidad que una de las connotaciones fundamentales adscritas al Kanjii “Kara” o “Ku” (vacío) sea la de irrealidad del ser separado. Y que otra de esas connotaciones sea irrealidad incluso del ser, pues no hay más ser que el del hacerse, rehacerse, deshacerse, y cualquiera de sus concreciones lo es inmersa en “interdependencia” (uno de los tres términos significantes de “Kara” o “Ku” en Kudo Daido-Juku). Pero, dialécticamente, el cumplimiento –en un Do de crecimiento- de ese principio de “transitoriedad” (otro de esos tres términos significantes) sólo acontece al darnos sin reserva en lo que somos y ser constantes en ese don; afirmándonos así, nos negamos con la ayuda de los demás, a quienes negamos con nuestra actividad en el Dojo. Y evocando a Hegel, dejamos de ser lo que somos como alienación transitoria para ir hacia otra nueva alienación, cada vez más próxima al ideal Schopenhaueriano de “llegar a ser lo que somos”; de conciliarnos como objetivación acabada de lo “personal” en potencia.

2. El combate: Comunicación, comunión

Por ello el combate es comunicación o no es nada. El karateka que monologa, o está vomitándose, o auto-conduciéndose a perder desde el principio, o abusando del adversario. A lo sumo, podemos llamar a su ejercicio “catarsis”, pero en ninguno de estos tres supuestos está siendo él -ni andando hacia ser- un artista marcial. La comunicación de combate es, por lo demás, comunicación integral: no modifica únicamente la consciencia, sino también la capacidad. No es solamente emisión/recepción de mensajes, sino también in-corporación de contenidos. Trasciende así las mezquinas caricaturas burguesas de la libertad de expresión. La ideología dominante maneja la libertad de expresión según parámetros eminentemente ideales: decir, hablar, protestar, desahogarse, el derecho a la palabra.., mientras lo que somos y podemos ser en esta sociedad está cada vez en contradicción más escandalosa con lo que decimos ser o decimos querer ser. En el arte marcial, por el contrario, libertad de expresión es asumir introducirse, con espíritu abierto, en un juego de auto-modificación material (corporal-física, fisiológica, de conocimiento y capacidad, de consciencia y espiritual). Y este antagonismo de concepciones y de prácticas es visible en lo que se refiere a libertad de expresión como “afirmación”: en términos de ideología burguesa (y consecuentemente para la generalidad de una sociedad bajo su yugo ideológico), ella consiste en que uno puede decir, mientras encuentra que los demás, muy educados ellos, toleran, respetan y hasta escuchan y se dejan influenciar, para continuar luego cada uno por su camino y con su “librillo” respectivo. Aunque cale una idea, ésta rara vez se traduce en la constitución de un hacer común orientado a la realización de ésta, pues la expresión ha sido exitosamente recluida por el liberalismo entre los muros del pensamiento. Y todavía más: el camino del pensamiento es él mismo representado como una especie de epopeya individual en la que cada uno debería partir de sus propias fuerzas para conciliarse finalmente con sus propias fuerzas y “agrandar así su pensamiento”; camino que no se sabe porqué fuerza fue trazado para consumo personal, “libre” de plazas y de puertos “contaminantes” o “desviadores”. Por lo demás, esta concepción es racional (en el sentido de coherente) con la estrecha irradiación del fenómeno: si “todo es conciencia”, si –literalmente- “no hay nada que hacer común” porque el solo planteamiento es empezar a liquidar “la personalidad”, entonces “¡No nos estorbemos mutuamente y preocupémonos cada uno de ser uno mismo!”.

3. Acción consciente, autoconciencia activa

He estado mostrando que el Kyokushin es la negación práctica de esa ética, desde el momento en que auto-afirmación no es más que el medio situativo hacia la auto-negación en “lo personal” de el Otro o de los Otros, que estos aportan a uno e, inextricablemente, el movimiento “opuesto”, simétrico, de negar a el Otro dándose a él. El sentido cursa, por tanto, en la desaparición de las categorías mediadoras de “uno” y “el Otro”. Pues ese proceso culmina dialécticamente en afirmación: con la destrucción, a cada golpe recibido o bloqueado, de más y más barreras alienantes del espíritu propio. Este no emerge como una entidad intangible (algo que el espíritu simplemente no es, siendo pensado así erróneamente dado el lastre de cristianismo con su concepto de alma incorpórea y anti-corporal); emerge literalmente inseparable, uno con su lenguaje, con su motricidad física, con el espíritu de “el Otro” adversario y compañero acumulado de la mano de la comunicación y que así ha dejado de ser alteridad, y “a pesar de eso” –o, mejor dicho, justamente por eso-, emerge único y distinto.

Los seres humanos no acostumbramos a actuar –o no estamos per se condenados a actuar- ejecutando programas en la ceguera. Actuamos con conciencia, lo que significa: representándonos mentalmente la propia actividad, pensando aquello que estamos haciendo y en consecuencia dotados de capacidad para hacer según pensamos. Quizás esto no sea novedad ni rasgo diferencial respecto de otras especies animales. Pero la autoconciencia sí nos hace únicos: no solamente “nos contamos” nuestro obrar en su transcurso, sino que también –y esto es lo importante aquí- nos vemos a nosotros mismos en nuestra relación activa con los medios del hacer, con su objeto intervenido y con su fin. Nos desdoblamos así en exterioridad y en objetivación. La relación específica establecida entre estas dos dimensiones (crítica, cruel, persecutoria, exigente, indulgente, indiferente, animante, indolora, valoradora, apresurada, paciente, impulsora, entregada, acomodaticia, confiada, de mala o de buena conciencia…) es variable. Pero, en cualquier caso, puede ser agrupada en torno a dos cualidades opuestas que sintonizan con los tipos “activo” y “reactivo” de primacía de fuerzas en la subjetividad, descritos por Nietzsche. Llevados al terreno particular de la autoconciencia –de la auto-relación mencionada del sujeto-, estos tipos se corresponden respectivamente con una integración entre valoración o ánimo y actividad (activo), o con una desintegración entre éstas (reactivo). En el primer caso (activo), la conciencia funciona sirviendo a la acción. Esto no significa por fuerza una conciencia indulgente o autocomplaciente. Significa que la crítica, la auto-rectificación, el juicio severo…, de llegar conviven con la disposición a dar siempre nuevas oportunidades al error de producirse para así poder crearlo, negarlo y superarlo, lo que pasa por aceptar la determinación no volitiva del obrar y por tanto negar la responsabilidad (buena conciencia del mal obrar). Esta buena conciencia sirve justamente a superarlo, cosa imposible si no se desata la acción, porque entonces ni tan siquiera acontece el mal obrar y un día asoma en descontrol, al no haber sido desterrado. En el segundo caso (reactivo), la conciencia ha abandonado su lugar subordinado a la acción, desde el cual se proyectaba sobre ella y la elevaba, la potenciaba, la revisaba… Reaparece la conciencia sentada sobre el hacer, frenando el potencial que éste atesora de formarse porque no le da oportunidades en nombre de impedir el mal acto y sus consecuencias. La conciencia nos oprime entonces con las prensas del “libre albedrío” y de la responsabilidad, que pesan amenazantes con su promesa de hacernos sentir mal. Entramos, así, en un círculo vicioso: el auto-bloqueo se traduce en mala conciencia, y la mala conciencia nos disuade de expresarnos. Dolor de la auto-separación en poder y en (no) hacer que da otro giro de tuerca extra al auto-aborrecimiento y en esa medida a la desgana del hacer… Llegados a esta indolencia que refleja lo que es depreciación de la propia actividad y, a un nivel más profundo, refleja nihilismo en relación al valor de la actividad en sí, llegamos también a su culminación “natural”: el relativismo, el “Tanto monta, monta tanto” que nos vuelve incapaces de valorar distintivamente y de situar a las formas concretas de obrar en una jerarquía. Tanto nos da pegar de un modo u otro, tanto nos da el compañero, tanto nos da la posición en una Kata, tanto nos da respirar adecuadamente o no… Habiendo perdido aquello que usurpó por reinado, la conciencia misma se desvanece al no tener nada que oprimir y detener.

No debemos caer en el error de pensar que estos dos modos antagónicos de autoconciencia son definibles atendiendo a unas supuestas características o cualidades respectivamente exclusivas o incluso enfrentadas. No se trata de que, por ejemplo, rigurosidad con uno mismo, autocrítica, capacidad de soportar el dolor, paciencia, miedo, percepción del riesgo de lesión, respeto al compañero, humildad…, le pertenezcan al modo activo o al modo reactivo de vivir-nos y de auto-regirnos sobre el Tatami. Más bien lo que aparece inverso es el sentido con que estos rasgos se suceden. En el caso reactivo, estos pensamientos y percepciones brotan de un tipo policiaco de conciencia, que refrena y debilita la acción porque está basada en pretenderla idealmente “pura” –sin mancha, sin peligro ni problema- antes de su mismo acontecer y evolución práctica, de modo que la agarrota, no le da oportunidades, se interpone en su fluir. Un caso típico de dominio reactivo de la autoconciencia es el de aquellos compañeros que dan mucha importancia a los resultados a obtener por ejemplo a nivel de aprendizaje: llegado cierto momento, es tal el grado de hegemonía del “Yo exterior a uno” sobre el fundirse en la situación, que los efectos son paralizantes al estar el compañero abrumado por un binomio éxito-fracaso que se ha vuelto losa. Otro caso hipotético de autoconciencia reactiva es el de un compañero brillante y apegado a la justa imagen que ha ido proyectando (no sólo hacia los demás, sino quizás sobre todo ante sí mismo). Cuando le toca pelear con un compañero de menor bagaje pero que empieza a mostrar “peligro”, prefiere atrincherarse en la discreción: se cierra en lugar de mostrarse y pelea a la defensiva más preocupado de que no le sorprendan, que por enseñar al adversario. De vez en cuando golpea castigando, como exhibiendo los colmillos para “poner al otro en su lugar”. El temor a la erosión ante sí de la auto-imagen tiene resultados negativos para el aprendizaje del adversario y para el suyo propio. Paradójicamente, es fácil que este compañero piense: “Si soy conservador, tampoco estoy demostrando nada al fin y al cabo”, de modo que su cabeza entre en la tesitura de qué le resulta mejor, si asumir el riesgo de abandonar la cerrazón corporal defensiva o si “dejar pasar el combate”. Pero lo importante aquí no es qué resuelva con su cálculo, sino el hecho en sí del cálculo: la representación sustituye a la realidad y, la expectativa, a la sinceridad incondicionada de ser el que en ese momento se es.

En relación a los ejemplos puestos, evidentemente que los rasgos correspondientes no son “naturales” de la condición reactiva. Tanto la voluntad de perfeccionamiento, como el respeto al compañero con que se combate en la dimensión de valoración y consciencia de su potencial y cualidades, pueden estar reflejando –y deben reflejar- un transcurrir activo del Do, donde la fuerza de ir hacia adelante pasa a la conciencia, y donde la conciencia ejerce al servicio de que no se vaya adelante de cualquier manera, es decir, al servicio –severo si hace falta- de la calidad de la actividad pero sin reemplazarla en su soberanía. Obsérvese, pues, la ambivalencia de uno u otro mismo rasgo emocional o de pensamiento. Así mismo, siguiendo un itinerario inverso, emociones y pensamientos pueden, a partir de una ambivalencia originaria “en el aire”, degenerar en componentes de una autoconciencia reactiva o fundar una autoconciencia activa, ello dependiendo de cómo los canalicemos y tomemos en consideración; un poco del modo que tengamos de tratar estas impresiones y de dejarlas también en manos de la orientación que sobre ellas imprima Sensei. Por ejemplo, el miedo puede estar reflejando cobardía, o puede estar libre de cobardía pero derivar en ella si lo dejamos “libre” sin sujetarlo a los análisis y orientaciones adecuados. Puede, por el contrario, ser traducción sensible de una agudeza nuestra en valorar la gran fuerza y la precisión defensivas del Kyokushin, o de una sensibilidad que nos hace abiertos a captar sin desprecio las cualidades del compañero: si con Sensei operamos sobre él, puede transformarse en reflejos, rapidez, cuidado de la guardia, búsqueda de un golpe con el que finalizar el combate y por tanto del cuidado técnico al golpear, etc.

La autoconciencia es activa cuando la conciencia es, a lo sumo, medio para hacer del fin (la práctica y la auto-transformación en la práctica) buen fin. La autoconciencia es reactiva cuando actúa trazando un surco alienante entre el ser o el querer ser, y el ponerse en juego. Pero coinciden en sus manifestaciones fenoménicas, de modo que uno mismo puede confundirlas si no se pregunta por su sentido: la humildad puede nacer de la inseguridad; puede estar siendo nada más que una forma “elevada” y considerada de inhibir al contrincante a mostrarse y a dar de sí. Ello a través de inducirle a vernos por debajo de la entereza que podemos sacar del fondo de nosotros mismos y con la que podemos presentarnos en el combate (en este caso, “humildad” es una forma de deshonestidad). Sin embargo, la humildad puede también ser la consecuencia de alcanzar consciencia en relación a que ni somos ni llegamos a ser sin “los demás” (“interdependencia” como acepción del Kanjii Kara), en relación a que ni siquiera somos, sino devenimos y devenir es nuestro único ser (“transitoriedad” como acepción del Kanjii Kara), y en relación a que no podríamos llegar a ser aquello que vamos siendo en el Dojo si otros no fueran otra cosa y así sin establecer una relación entre diferencias mutuamente enriquecedora. Comprender esto último nos lleva a respetar a cada uno por aquello que está siendo, por ejemplo a los cinturones blancos, pues su existencia define y determina el Do de los demás, o por ejemplo a compañeros despiadados cuya existencia define y determina la adquisición de habilidades defensivas: por muy importante que uno se crea o sea en realidad, inevitablemente debe su existencia a otras existencias que él puede juzgar “menos importantes”, pero que en realidad lo han producido a él; y en ese círculo están integrados desde Sensei hasta el compañero nuevo que está saludando al Dojo con un ¡Osh! de entusiasmo antes de poner por vez primera los pies sobre el Tatami. Al mismo tiempo, tomar consciencia del vacío (Kara) en su sentido de “transitoriedad” nos aleja de ser conservadores y nos anima a la actividad. Pues en realidad no hay nada que conservar: todo inevitablemente deja de ser, así que si nos aferramos a nosotros mismos –a la parte recorrida de nuestro Do y a su fruto- “paradójicamente” el fruto se pudre porque dejamos de aportarle vida nueva. Cada entrenamiento nos condena a perecer y avanzar; pensar en preservarnos adoptando una pantalla de impermeabilidad por miedo a fundirnos con enseñanzas que nos desbordan y parecen asaltarnos en descontrol solamente nos impedirá crecer, no perecer.

4. La maestría como un apaciguarse de la autoconciencia en la serena fluidez

He observado en mi experiencia –y no sé hasta que punto esta característica es compartida-, que la autoconciencia, sea de uno u otro tipo, tiene gran peso cuando empezamos el Do. El conocimiento llega nuevo y, sin tiempo de asentarse, permanece sujeto a vigilancia o a introspección. Todo es revisión, recuerdo. El instante previo al movimiento es pensamiento. A medida que andamos nuestro Do, con la acumulación de repeticiones, la adquisición de seguridad y la pérdida progresiva de la dependencia al qué dirán, la autoconciencia va fundiéndose con la acción. La confraternización entre compañeros a través del cultivo de relación, lleva a la autoconciencia incluso a diluirse hasta casi perderse como pensamiento y re-emerger como pura sensación intuitiva. Esta sabe reconocer la plenitud de la acción y, en caso contrario, la instiga a ser más plena. Quizás sea ésta una presunción irrealista, pero deduzco que quienes han andado muy lejos en su Do hacen, sin forzamiento, de su práctica del Kyokushin una especie de constante “Otoshibaraku calmo”. La autoconciencia ha dejado de ser la proyección de un yo externo sobre un yo actuante y no es ya una realidad auto-consistente. Es pura intimidad del conocimiento acumulado y de la visión que se hacen práctica a cada instante, sin mediación ya de auto-imagen. Alternativamente, el karateka decide cuándo es oportuno tomar auto-distancia consciente y piensa entonces, dentro o fuera del Tatami, para ensayar e intentar realizar lo ideado hasta llegar a integrarlo en ese “Otoshibaraku calmo” suyo y desterrarlo como propósito, como pensamiento.

Con el tiempo, las cosas van saliendo cada vez más “por sí mismas” y el karateka se (auto)des-cubre en el doble sentido de la expresión: ante sí mismo y como revelación objetiva, como trasposición en la realidad. No cabe entonces fingimiento, auto-engaño o pretensión de pasar por otro, pues uno se ve literalmente (físicamente) arrastrado a desenvolverse tal cual es. Uno se des-cubre y no es llevado a ello por una Moral de la Verdad a la que rendir obediencia; literalmente, no puede hacer otra cosa, porque su conciencia ha dejado de existir separada y así “incapacitada” para desviar, falsear o re-presentar al karateka en una para-acción forzada, artificial, auto-obligada, una mortificación para dar vida a una imagen. Todo florece como elemento de la propia naturaleza producida.

5. Curioso arte del siglo XX: Daido-Juku   

La máxima que sintetiza la práctica del Daido-Juku es “No hay puerta al Templo” (el Templo evoca la verdad), pues no se trata de “cuadrar” al practicante en unas técnicas, sino de procurar que él se (auto)des-cubra encontrando qué es aquello que le permite ser a él en su esplendor de desarrollo. Esta invitación implica ofrecerle la posibilidad de tomar relación con –o al menos mostrarle la existencia de- un abanico amplio de técnicas, de disciplinas (Jiu-Jitsu brasileño y japonés, San-Da, Grappling, Tai-Boxing, lucha grecolatina, Kempo, Judo, Sambo…), y de recursos pluridisciplinares. No hay que conducirse a través de una puerta -hipótesis enfrentada con el hecho de la pluralidad de disposiciones, de prioridades por potenciarse en tales o cuales técnicas y de aprendizajes. Uno se va haciendo puerta con su actividad en el Dojo. Kihon e Idong son los materiales con que uno se habilita a ser alguien con capacidad para albergar en sí al Templo. Por ello mismo, no hay Templo abstracto que uno llega a abarcar como Totalidad. Uno lo va ganando en sí y no cobra ni más ni menos existencia que la de una perspectiva.

En su misma substancia “in-determinante”, puede parecer que el Daido-Juku presenta la contradicción de albergar en sí al Kyokushin al tiempo que en el Dojo omite la práctica de Katas (de Kyokushin u otras que pudiera haber creado como “propias”). Pero la contradicción no lo es tanto, si se comprende ese mismo carácter plural del Do en Daido-Juku: el pupilo puede andar por la senda del Kyokushin, pero no tiene porqué. Así, el Dojo debe omitir introducir a todos por igual en un camino (Katas en este caso) que algunos de los pupilos no siguen de hecho, si es que quiere ser un Dojo edificante para todos. El Dojo de Daido-Juku puede compararse, en este sentido, a una especie de campo sinérgico, que recoge las energías y las amplifica, redistribuyéndolas en un aprendizaje de los pupilos por reciprocidad, pero sin tender intrínsecamente a re-dirigir esa multiplicidad de Do por el embudo de uno cualquiera (amplitud que demanda maestros con conocimiento de varias artes, o, lo que es frecuente, la colaboración entre varios maestros). Por otra parte, la mayoría de practicantes proceden del Kyokushin, quienes continúan practicándolo y así cultivando las Katas en otros Dojo. No es cierto que el Daido-Juku desprecie las Katas; de hecho, Azuma Sensei establece un sistema de entrenamiento que es básicamente Kyokushin hasta cinturón amarillo inclusive. Pero Kyokushin no es el fin en sí, de modo que el Dojo no es el lugar de las Katas –sin censurarse que el pupilo las practique en otros. Al contrario, debe hacerlo, y especialmente si tiene claro que, en lo que respecta a la dimensión de combate vertical, va a entroncar en el Kyokushin su crecimiento de luchador de Daido-Juku.

6. Katas

Las Katas son la base que posibilita desarrollar en uno el arte del Kyokushin. No hay nada sin su práctica; no hay substancia que transmutar en práctica artística: dan posición, respiración, ritmo, estabilidad, constancia, concatenación de movimientos, forma de movimientos de ataque y defensa, respeto por la técnica y amor a la técnica bien realizada, resistencia, concentración, entrega a la práctica, capacidad de distinción entre la buena y la mala acción así como el valor de la primera. También nos brindan amplitud de miras en el desenvolverse con el combate y consciencia del valor de cada movimiento. Nos alejan así de encabezonarnos en una técnica y nos disponen a probar otras cosas y a comprobar por la experiencia qué es mejor según situación, estado nuestro y características del adversario. Así realizan las Katas la premisa de disposición “animo abierto y ausencia de fanatismo”, tercera dimensión de “vacío” en el Kanjii Kara.

Vicedirector de DIARIO UNIDAD


[1] Este término alude al espacio físico de encuentro, entreno y convivencia, tanto como a la comunidad viva de practicantes en ese espacio.

[2] Kanjii que, junto a Te –“mano” o “sistema”-, constituye el término Karate.

[3] Los reflejos constituyen el séptimo y más elevado estadio de progresión en la asunción de las técnicas, y quien los ha adquirido por fuerza ha adquirido fuerza, posición, sentido de la complementariedad entre técnicas, precisión, seguridad, equilibrio, forma, velocidad…

[4] Ejercicios con los que el Karateka realiza secuencias racionales de técnicas concatenadas de ataque y defensa, así como de posicionamiento corporal y de respiración.