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Pensar el espíritu desde el materialismo dialéctico

Lo que en Karate kyokushinkai damos en llamar “espíritu” no es una entidad metafísica cuyo desciframiento debamos dejar a filosofía idealista de ningún tipo; espíritu es materia


Tamer Sarkis Fernández

Rabínica disociación

Dos mil trescientos años de judeocristianismo (redacción rabínica fragmentaria de la posterior Torah en Babel: siglo IV a.C.) han hecho de nuestro imaginario del espíritu un auténtico “pensamiento reflejo”. La ciudadanía no hace más que reaccionar a la palabra pintándola con las antinomias al uso –moral/inmoral, materia/idea, voluntad/inactividad, poder/pasividad- y el producto –que en el fondo precedía al pensamiento y lo dirigía- queda servido: “El espíritu… Sí: eso que está más allá del cuerpo, superior al cuerpo, opuesto a la materia y a la vez esencia de ésta. Eso de cuya afirmación e influencia sobre el hacer tenemos todos la responsabilidad, siendo, algunos, pecadores por negligencia de invocación cuando conviene movilizarlo”. Parece que el espíritu “va por su lado”, y que todo lo demás, cobertura “física”, deba guardar mandato de “ser digna” y a la vez quede condenada a no estar a su altura por mancha congénita de la “realidad material”.

Espíritu del cuerpo

Por contra, aquello que podemos convenir en llamar “espíritu” es una propiedad de pertenencia plena a lo corporal: a diferencia de otras evoluciones animales, nuestro trayecto histórico de especie fue formando en nosotros una aptitud de auto-percepción crítica. Nuestro estar y nuestro actuar no son simplemente; tienen realidad integrados en un sentir-nos y en un sentir (y un valorar, un analizar, un evaluar, un per-seguir) la relación establecida entre sujeto y su práctica. Este proceso adquisitivo de la especie desmecanizó nuestro obrar desde el momento en que por él fuimos desdoblados en un ser viviente y un “sí mismo” destinatario de la fuerza que el viviente se envía en el transcurso de su obrar, y también situado en la dirección que éste último se auto-imprime. Cierto que otros animales se esfuerzan, se desviven (gastan su vida) y agonizan (luchan) en su acción. Pero solamente nosotros nos proponemos y nos impulsamos a destinarnos esfuerzo (nos esforzamos en llevarnos a esfuerzo). Y también somos únicos en nuestra Propiedad genérica de agonizar (agon como reto, como enfrentamiento y como un medir fuerzas) “contra” uno mismo; de arrancarnos por momentos una capacidad que nos cuesta dar en afloración. Doble movimiento: esta vivencia consciente y los impulsos que emite se traducen en dar una forma a la acción, y, a la vez, la autoconciencia, la conciencia crítica de nuestra relación con la acción y de nuestra auto-vivencia no brotan de una potencialidad abstracta para darse forma sino que, al revés, reflejan el actuar concreto. Acción del sujeto y auto-relación son por tanto una unidad dinámica. El “espíritu”, procesos bioquímicos y neuronales (o neuro-hormonales, a decir de la Física Cuántica) cobrando concreción con la existencia material y concretando nuestros movimientos en ella.

La fuerza de la fuerza

A veces vemos o sentimos qué fuertes llegan a ser los golpes dados por compañeros de Dojo poco dotados de cantidad de masa (poco pesados), de calidad de masa (con escaso músculo), no excesivamente rápidos ni técnicos en el movimiento de golpeo. Si aceptamos que energía cinética = masa * velocidad, y así mismo consideramos la distancia de golpeo –y por tanto el trayecto y la aceleración- como una casi constante –pues la adopción de distancia es algo que el karateka va midiendo con su propia práctica y, por otro lado, de dominio difícil en combate-: ¿a qué se debe la fuerza que demuestran compañeros menos pulcros en el despliegue del cuerpo, de menos kilos y menos densidad de masa -es decir, de menor musculación y por tanto de menor peso específico de las partes del cuerpo más directamente implicadas en el acto de golpeo, como son cadera, tórax, brazos y piernas?. Si en términos físicos no hay respuesta, pues las fórmulas de la Física demuestran ignorar variables, ¿no corresponderá a este asunto una respuesta metafísica?. Realmente no. Pues lo denominado “espíritu” es también físico. Es la cantidad y calidad de energía que nuestro cuerpo destina a movilizar cuotas de nuestra capacidad potencial de pegada. Es, por decirlo así, la fuerza de la fuerza, de modo que el resultado no depende sólo de las variables computadas por la Física clásica, sino de la relación entre éstas y una fuerza tercera que las coordina, las dirige y las ordena en una conjunción que se expresa como resultado. Este resultado no es mecánicamente –matemáticamente- deducible de la resultante que sin embargo sí puede ser calculada –con la ayuda de los sensores y de la maquinaria adecuados- relacionando la masa que interviene, su velocidad, la distancia y con ella la aceleración posible en un tiempo dado de recorrido de golpeo. Y lo mismo ocurre si trasladamos el ejemplo desde la pegada a la resistencia en un ejercicio de duración, de repeticiones, de aguante con el cuerpo propio o de tolerancia a los golpes recibidos.

La relación material y su fuerza resultante

Por tanto, lo que en Karate kyokushinkai damos en llamar “espíritu” no es una entidad metafísica cuyo desciframiento debamos dejar a filosofía idealista de ningún tipo; espíritu es materia. Tampoco es una realidad que podamos abordar desde bases epistemológicas individualistas: el espíritu no es una “entidad” que cada cuerpo alojara separadamente y sobre la que practicar un mero cultivo “de cada uno consigo mismo”. El espíritu se suscita, se concreta, se altera y se desarrolla bajo nuestra inmersión de seres conscientes en ocasiones de relación. De hecho, es la resultante más o menos momentánea de la afectación recíproca y del cultivo mutuo de las conciencias, de los ánimos, de las consideraciones y de las predisposiciones de los sujetos en unas condiciones de existencia no reductibles a la propia consciencia de ellas ni definibles a mera voluntad. Es el accidente de la relación social; la huella que ésta va imprimiendo en nosotros y que nosotros imprimimos con ella en otros. La Física Cuántica ha demostrado una afectación estadísticamente significativa del contexto, la actitud de los demás, sus deseos y sus expectativas, en el juego de jugadores de fútbol americano y en el resultado de los partidos. No estoy hablando de los seguidores reunidos en el estadio y que más o menos animaban y coloreaban el ambiente. Hablo de experimentos hechos con ciertas cantidades de sujetos a quienes los físicos cuánticos dirigían a ver el partido por televisión o a seguirlo por radio mientras debían desear con fuerza un resultado de victoria. No se trata, por supuesto, de que los hinchas dirigieran “el futuro” por una especie de telequinesia con su deseo, de modo que las ideas se hagan realidad porque la realidad sea una mera re-creación de lo pensado o de lo creído, de lo representado. Pero tampoco es una cuestión de unos grupos de hinchas equipados con una “bolsa” material de fuerzas, y quienes literalmente dieran sus fuerzas a los jugadores. El seguimiento del partido incide no sólo en los jugadores, sino en la situación considerada como un todo. Incide por ende en la manera de jugar, pero ello a través de intervenir también en la conformación de los “estados dinámicos” y de la evolución por los que atraviesan todos los elementos que desempeñan un papel situativo. Este fenómeno se revela puramente material si abandonamos el paradigma físico clásico –rígidamente atómico- y nos sumamos a la visión que de los procesos micro-físicos posee la Física Cuántica. En las magnitudes micro-físicas, la estructura de la materia no se revela compuesta simplemente por entidades auto-consistentes (átomos), a lo sumo en interacción y en reacción. Pues el proporcionalmente “inmenso” espacio vacío entre núcleo y órbitas eléctricas es constantemente “invadido”, intervenido, por ondas particulares de fuerzas que configuran el comportamiento de los cuerpos. Es más: el supuesto vacío en sí, si dejamos de lado las llegadas de materia, no es tal, pues se ha registrado energía en su seno (y por tanto materia). Ella explica que este espacio posea una condición también generatriz –y no tan solamente receptora- de fuerzas de afectación sobre “otras” estructuras corpóreas, así como de fuerzas motrices y compositoras del comportamiento atómico de la estructura “propia”.

En rigor, no hay estructura atómica separada susceptible de quedar o no libre de afectación, sino una multiplicidad de trayectorias a cada instante. La producción de una u otra se juega al nivel del campo cuántico, cuya amplitud de elementos desborda las variables más directamente implicadas en producir el acontecimiento. A ello se debe que cometamos una imprecisión cuando decimos que ver a los compañeros de Dojo en el campeonato nos ha dado ánimos (aunque la expresión es irreprochable en tanto que lenguaje cotidiano, donde el referente a designar acostumbra a pertenecer al orden de lo fenoménico). Pues la cuestión no es sólo que al ver a los compañeros nuestro cuerpo haya activado endógenamente mecanismos de movilización y de canalización y concentración de nuestra fuerza. La cuestión se remite a la identidad de fuerzas, siendo de algún modo sus fuerzas las nuestras en el campo cuántico de definición de lo real. No se trata de que nuestro espíritu reaccione a un estímulo externo y entre a definirse en consonancia. Lo que ocurre es que el espíritu no es, no posee realidad, abstracto de una u otra sintonía con esos otros. La fuerza de nuestra fuerza está en nosotros y en ellos, además de ser desencadenada o estimulada por una actitud, una resolución, un coraje, un júbilo, un sentimiento de identificación con el Dojo, un cariño, una alegría o una idea ética de compromiso concebidos como dimensiones de un estado anímico. Así, hablamos más que de una disposición de ánimo que en este caso respondiera a la visión de una presencia tercera y al vínculo con esa realidad, pero que al fin y al cabo hubiera nacido en uno mismo.

Por otro lado, la conciencia proyectada no hacia el propio sujeto, sino en tanto que relación subjetiva con el medio, es capaz de convertirse en la condición de posibilidad para encender procesos de cambio y de obtención de resultados queridos. La Física Cuántica realizó experimentos con generaciones binarias aleatorias, repetidos en cantidad suficiente como para obtener resultados representativos… Y la concentración en ceros por la persona que le daba al botón activador del programa en el ordenador, los producía en cantidad diferencial, y lo mismo aconteció con los unos. Por supuesto que esa influencia –en ése y otros casos cualesquier- no es una cuestión de que la conciencia, o las ideas, o la voluntad, o el deseo mentalmente asumido y representado como imagen o ensoñación, se pongan a sí mismos como realidad. El ente actuante no es la conciencia; es materia en interacción con otra (procesos informáticos si nos referimos al experimento expuesto), en cuya generación interviene la conciencia, sin tratarse de una necedad como la de decir que la realidad es conciencia realizada o incluso de que no hay realidad sino nada más que conciencia. La conciencia está implicada en la materia e imbricada con ésta en un juego de fecundaciones mutuas. Pero a la vez la realidad cobra vigencia y puede afectar a un sujeto aun sin ir acompañada de consciencia de la misma por ese sujeto, de modo que él no pueda abrir la puerta y producir realidad pero la puerta sí esté abierta hacia él y la realidad lo atraviese. En esta hipótesis –frecuente- el sujeto padece la realidad como mero animal inferior que no sabe de ella; es un ciego de nacimiento, condenado sin descanso a su soledad, y quien así, sin consciencia de alteridad, siente los golpes de otro sin tener concepto de corporeidad exterior. “Vivir como un animal, pasando hambre y necesidad y sin poder dar cuenta clara del sentido de una vida así no deja de resultar, ciertamente, un castigo muy duro […]. Depender tan ciega y locamente de la vida, sin esperar la menor recompensa, sin saber en modo alguno qué significa tal castigo ni menos su porqué, aspirando, por el contrario, a él como si se tratara de algo gratificante, con la estupidez de un deseo deprimente: eso es ser animal” (Friedrich Nietzsche, Schopenhauer como educador). Así pues, el hecho de que la conciencia sea un elemento activo en la generación y modificación de la realidad, no significa inexistencia de lo real separado de la conciencia.

Disolución de la autoconciencia en el espíritu

Puede que el fin sea, después de todo, volvernos inconscientes en nuestra afirmación del Kyokushinkai, al haber in-corporado el arte marcial en una segunda naturaleza nuestra. Ello para ser como el tigre, el leopardo, la serpiente y la grulla, seres que se desenvuelven peleando sin autoconciencia (simplemente afirman su naturaleza) y que figuran entre los modelos técnicos de los Monjes Shao-Lin para su desarrollo del Kempo. Análogamente, el Yogui que ha avanzado suficientemente ya no se mueve buscando posiciones favorecedoras a tal o cual respiración y así a la apertura hacia estados de conciencia. No hace otra cosa que sentarse y respirar; no practica Yoga conscientemente en un sentido de detenerse sobre las condiciones favorecedoras de su respiración y revisarlas, corregirlas, etc. La relación entre respiración y cuerpo ha devenido tan natural como cualquier proceso metabólico, así que ya se inclina por sí mismo a la pérdida de sí en el Atman y a detener por completo la sensación errónea de separación. Pero no es menos cierto que el camino de aprendizaje necesario para llegar allí es un camino de ejercitarse conscientemente y de forzar y disciplinar la respiración hasta que, al final, ella cobra por sí misma la entidad del conducto a través del que hemos ido internándola con ayuda de posturas corporales. El Kyokushin coincide en esto con el Yoga: el camino al ideal de inconsciencia en combate, al ideal de Maestría total, no puede ser otro que el de practicar conscientemente para ir al mismo tiempo perdiéndola al irnos acercando a ese séptimo estadio de progresión en el que técnica y reflejos se funden, es decir, en el que “La técnica se realiza con un movimiento natural” (Programa de Grados. Forum Gym. Página 5).

Contra la idea de alma inmaterial: La materia animada

La idea de alma, ligada a una supuesta esencia individual más o menos incorregible a la vez que caja de cierre sobre “aquello que podemos dar de sí”, nos hace seres sujetados a un “nosotros mismos” que se petrifica al compás del dogma conservador “soy como soy”. En lugar de este panorama fragmentario hecho de sujetos empleadores de lo inerte y de los demás a fin de lograr “ser quien se es” gracias a un mundo-objeto “lleno de oportunidades”, las sociedades animistas nos enseñan otro más fidedigno con el funcionamiento de la realidad, si damos confianza a los recientes planteamientos que están revolucionando las ciencias experimentales. La vivencia social de lo real no se dirime allí entre un Ego y su mundo-sueño o “su camino” (variante idealista generalizada de la mentalidad burguesa). Tampoco entre un Ego con sus capacidades y pretensiones de un lado, e inserto en un mundo objetivo del que apropiarse cuotas o elementos para hacerlo funcionar eficientemente como campo de operaciones/stock de oportunidades (variante utilitarista masiva de la mentalidad burguesa). La realidad es considerada, en esas sociedades, más bien como una capacidad de lo vivo: fenómenos, procesos, seres y objetos están vivos en la medida en que actúan en el mundo con trascendencia o con influencia sobre un ámbito o una realidad terceros. La vida no es una cuestión dictaminada por la Química Orgánica, sino que corresponde a todo aquello que entraña propiedad de causalidad y, siendo más precisos, que entraña vínculo con el devenir social o natural. Por eso casi nada es clasificado como inerte; determinados insectos, totalmente desvinculados de la vida social y habitando apartados de los lugares de residencia o campamento, son inertes (no poseen mana, substancia de causalidad). Pero un árbol, las piedras de un sendero por el que se transita hacia la caza, una tempestad, un recipiente de arcilla para almacenar alimentos, están vivos porque juegan definiendo realidad. Como la realidad va definiéndose y cambiando en un fluir de mana, la vida está en curso y el mundo está animado. Cierto que hay determinados seres, objetos, fenómenos y lugares que concentran determinadas cantidades de mana, a la que deben una percepción social de poder o de sacralidad. Pero no existe la idea de alma. Es decir, la idea de posesión particular y diferencial de una “esencia” con la que una inteligencia tercera hubiera decidido definir al sujeto e incluso darle condena o salvación anticipadas. El mana anima a los elementos de la vida a comportarse al tiempo que anida en las formaciones consecuentes a los comportamientos, y así sucesivamente en un río que brota de sí mismo, y no de un planificador externo que hubiera fijado las leyes y las posibilidades de su transitar.

Recuperación de la sacralidad mundana y su asunción de la mundanidad del espíritu

Nos recuerda Nietzsche que una moral inventada por sufrientes que santificaban su sufrimiento para poder convivir con él, estaba determinada a desposeer, de la noción de espíritu, a los elementos mundanos. Siendo rebajado el mundo a la condición de mero campo de exámenes hacia “la verdadera vida”, sus seres y facetas quedan des-espiritualizados: como no están destinados a existencia transmundana, ¿para qué iba a poner un Dios Juez y Redentor espíritu en ellos?. El mundo no sería más que el escenario donde los seres humanos libran su suerte y demuestran merecer o no salvación. Pobladores y componentes no humanos, el cuerpo del escenario. Existen en la Tierra y en ella desaparecerán; no son más que mundo, así que no habría de corresponderles espíritu. Su condición no habría de valerlo. Si los seres humanos son en esto la excepción, ello se debe a que la Voluntad Divina les reserva la oportunidad de un futuro de elevación. Negación, así, de la idea de mundo-sagrado, concepción del mundo-prisión, y de ese modo un desencantamiento respecto del mundo y una ansiedad de final que se proyectan hacia éste ideándolo des-animado. Pero hasta haber sido impuesta esa valoración, son cuantiosas las sociedades donde el animismo ocupa el centro tanto de la religiosidad como de las interpretaciones en torno al vínculo entre fenómenos y en torno a la causación de estos. En ellas, domina la consciencia de que todo lo que interviene en la vida es trascendente –en el sentido preciso de producir realidad y permanecer en ella pero transformado, como objetivación. Los dioses son una forma, apreciativa, de nombrar el mundo y su multiplicidad y contradictoriedad; los dioses paganos –hablemos de sociedades animistas o de otras- no son dios entendido como una idealidad opuesta a la imperfección de su propia creación, pues su mundo-regalo se confunde con ellos mimos. Así que todo –un río, una ráfaga de viento, un fruto, un molino o la piel de la presa que se aprovecha para vestido o vivienda- es espíritu en su materialidad e indiscernible de la materia, que es sagrada porque siempre es susceptible de escapar a las tentativas tribales de reducirla a útil meramente cumplidor de una función rentable para el grupo humano.

Así mismo, y como nos lo recuerda Lévy-Bruhl, la individualidad es en las sociedades animistas un ámbito de límites imprecisos: uno es literalmente sus parientes, su tribu, los objetos que él mismo en tanto que grupo ha producido y a los que da uso, la fauna a la que está vinculado y entre ella especialmente el animal totémico fundador de su clan. La razón inmediata de que la individualidad no permanezca atrapada en una supuesta “unicidad” corporal y mental separada, estriba en el propio modo de autoconciencia característico de los sujetos en las sociedades animistas: se viven a sí mismos como comunidad y ésta, junto con cualquier elemento mundano dotado de Propiedad de causación, se constituye como sujeto de un “sí mismo” que es objeto de la causación en movimiento y al tiempo sujeto de sí precisamente porque participa materialmente de la com-unidad (al no existir división social de clase) y es ella. El espíritu –en la conceptualización materialista que he expuesto en el texto y concretamente en su dimensión de “fuerza de la fuerza”- permanece, pues, libre de cualquier signo de angustia, de carga o de mala conciencia por su hacer y su no hacer: la autoconciencia se produce sabedora de la falsedad de ese mito que nos habla del libre albedrío del espíritu, pues la voluntad misma no se forma ni se juega a voluntad. Con feliz consciencia de ser irresponsables, la auto-violencia del deber hacer y la auto-violencia del resultado se derrumban frente a la tranquilidad desacomplejada de ensayar, de dar ocasión a y de realizar –en su sentido hegeliano de hacer mundo, de alienar desde el espíritu propiciando su extraversión, de hacer realidad- “lo que hay”, aquello que en latencia ya es en nosotros y en el mundo. Solamente así giramos libres con la Rueda de Moira (bella imagen helénica del Destino) y hacemos –y somos- literalmente lo que podemos, sin resistencia ni desasosiegos: figuras de tela que se desenredan y bailan enlazadas al son de su urdimbre y de su tejer.

El autor de vicedirector de Diario Unidad