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Editorial | Sí son necesarias

Desde el gobierno sacan y sacan cuentas que, por lo que parece, dan un resultado al que se aferran con fuerza: es posible aguantar el desprecio popular


EDE

La Constitución de la República Bolivariana de Venezuela debe ser respetada en toda su dimensión. Es el pilar fundamental de nuestra sociedad, de nuestro entendimiento como ciudadanos, y no algo accesorio que se puede pisotear a gusto del gobernante de turno.

La Constitución no está para ser amoldada a los caprichos de la burocracia, ni para ser interpretada por quienes solo quieren cuidar su parcela.

Los avances de la Carta Magna que los venezolanos se encargaron de aprobar mediante el voto, ahora pretenden ser negados por una cúpula que no quiere enfrentar la realidad. Desde el poder las elecciones ahora dan alergia.

Aquel discurso de la imbatibilidad, de las decenas de comicios ganados durante años ahora es escondido, porque el temor a la expresión popular es enorme, porque de la manifestación en las urnas saldrá un resultado que es a todas luces adverso para quienes no quieren soltar sus prebendas.

Según la tesis de la cúpula, en este país no puede haber elecciones porque estamos en crisis, una crisis generada por el mal gobierno.

Es la trampa perfecta: robo, hago una mala gestión, miro a otro lado mientras los poderosos de siempre se enriquecen, evito tomar decisiones para cambiar el rumbo y me excuso de realizar lo que dice la Constitución, porque la crisis creada/permitida por mí lo hace inviable.

El cinismo es una característica que algunos explotan con gozo.

La clase política venezolana, en esos acuerdos fuera de cámara, pretende robar el derecho que tiene la gente a ejercer el voto.

Este año no habrá elecciones regionales, repiten los burócratas alineados al Ejecutivo sin que su contraparte se dé a respetar. Palo al pueblo y a otra cosa.

También están en estado de negación si se trata del tema del revocatorio.

Por la vía que vamos, los muchachos tampoco podrán escoger a su reina de carnaval.

Desde el gobierno sacan y sacan cuentas que, por lo que parece, dan un resultado al que se aferran con fuerza: es posible aguantar el desprecio popular hasta que entre algo de dinero por la alza de los precios del petróleo o por vender el futuro del país con el Arco Minero.

No se dan cuenta de que su corrupción los hace insaciables, de que la penosa gestión que han hecho de los recursos los descalifica para ejercer cargos públicos.

Alguien que es capaz de poner en jaque las cuentas de una empresa petrolera es un caso de estudio sobre cómo no se deben hacer las cosas.

El país ha retrocedido en muy poco tiempo y el repudio no hace más que crecer.

Impedir las elecciones puede servir para mostrar el burdo rostro del autoritarismo, para signar el no futuro de un movimiento convertido en garabato, pero está lejos de lograr el afecto perdido.

A la fuerza se consigue el desprecio, una etapa posterior al temor que ya nadie tiene.

Después de eso, de perder el respeto por quien se cree todopoderoso, no queda otra cosa más que la reacción natural ante los abusos que, históricamente ha demostrado su poder arrollador, superador.

El pueblo se manifiesta, busca su cauce natural, se agiganta y da lecciones. Luego no queda ni el mal recuerdo de lo que alguna vez pudo ser y no fue.