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Cartas a mi madre (II)

Encontré una sección llena de cauchos, bicicletas, cascos, motos y por supuesto, un estante de dos metros lleno de baterías. La amiga que me llevó me preguntó si me pasaba algo porque escuchó cuando maldije frente al estante. Le dije que no, que por suerte no me pasaba nada. Que lo peor ya había pasado; ya lo había dejado atrás


Amair

Creo que esto que te voy a contar no lo sabías. O al menos mi versión, porque el viejo seguro ya te habrá dicho. Estabas tú escapada en algún templo de Margarita y en casa se dañó la batería del carro, así que tuve el deshonroso placer de buscarle reemplazo. Fui a varios talleres y ninguno tenía, pero todos me señalaron la misma solución: que fuera a la Duncan de La Trinidad. Así que fui un lunes en la tarde y me encontré el lugar cerrado, con un gordo amargado en la entrada. “Solo traen martes y jueves”, me dijo mientras revisaba su teléfono y con la otra mano se rascaba la nalga izquierda. Le pregunté si al día siguiente llegaría una batería para el carrito y me dijo que no sabía. Le pregunté a qué hora abrían y me dijo que a las 8, pero que no significaba que hubiera baterías a esa hora. Le pregunté, entonces, a qué hora me recomendaba volver y me dijo que temprano. Le pregunté si le podía hacer otra pregunta y no me respondió. Entonces le pregunté, con un tono derrotado y arrecho “¿qué carajo puedo hacer, mi hermanito?”, y quizá se conmovió porque se sacó la mano del interior y me mostró cuatro dedos: “llégate a esa hora varón puede que tengas suerte”. Cuando caminaba de vuelta, el gordo me gritó que no olvidara venir en el carro donde se iba a poner la batería, que solo se aceptan canjes. “Y no seas chigüire, no lo apagues cuando estés en la cola”, dijo sin verme pero ya con simpatía. Creo que la amargura era por la picazón de culo.

En la casa me debatí entre dormir y despertar de madrugada, o seguir despierto y dormitar en la fila. Decidí lo último, claro, así que llame al Enano y al Negro y nos fuimos a los chinos de Bello Monte a tomar unas cervezas. Traté de convencerlos para que me acompañaran. Les ofrecí una botella de ron y un shawarma de la avenida Victoria. Se negaron y mejoré la oferta con un shawarma en la avenida Las Fuentes de El Paraíso. ¿Sabes?, el que está junto al club árabe palestino. ¡El mejor de la ciudad!. El Enano casi se engancha a la oferta pero me dijo que más que pereza, le daba miedo. Le dije que no se preocupara, que era en La Trinidad y la policía estaba cerca. Pero el negro me silenció con su respuesta: ¿Y tu eres conejo o qué verga? ¿Dónde crees que secuestran más?

Comimos unos perros donde Joao, los dejé en sus casas y me fui a la Duncan como a las 2.30 de la mañana. Llegué y la fila daba la vuelta a la cuadra y subía más allá del Graffiti. ¿Te acuerdas cuando la ropa de Graffiti era buena? Conté no menos de 75 carros antes que yo, pero la mayoría era camionetas y carros más grandes que el nuestro, así que mantuve la esperanza en encontrar una batería. Me estacioné detrás de un don que se había ido con pijama y pantuflas, y que a cada rato me ofrecía café de su termo. Me contó que venía de Maracay, que había pasado dos días en una cola para obtener por respuesta que mejor era irse a Caracas. Que hizo amigos en la fila y hasta encontró a una ex novia del liceo. Pensé en la Autopista del sur de Cortázar y quise decírselo pero me pareció estúpido. Al rato se acercaron otros conductores y empezamos a jugar dominó en el capó de un carro. Alguien sacó una toalla para tirar las piedras y armamos una polla. Perdí, claro, pero me divertí. A las 5 de la mañana decidí dormir un poco y el don de Maracay me despertó a las 7:30 porque había empezado a moverse la fila más adelante. Entonces todos iniciamos una coreografía absurda: entrabas al carro, avanzabas 5 metros, detenías el vehículo y te volvías a bajar para ver a lo lejos o para continuar la conversación. Así lo hicimos durante un par de horas, sin saber qué sucedía adelante.

Casi a las 10 pude llegar a la esquina de la Duncan y el mismo gordo del día anterior estaba parado junto al kiosco dando la información. “Ya se acabaron las baterías mi gente. Vuelvan el jueves”. Le pregunté que cómo, que por qué, que cuándo. Todo junto en una misma pregunta, tal cual: “¿Cómo que se acabaron las baterías… ¡por qué! Pero cuándo, si acaban de abrir?” Y cerré mi inquisición con ese ‘maldita sea’ que tanto te ofende cuando me lo escuchas. “Primero que nada, pelúo, no maldigas que se te devuelve”, dijo el gordo y me provocó contestarle que no se pusiera místico. “Y segundo que nada”, agregó con seriedad pero a mí me causó gracia, “hay gente desde ayer a las 3 de la tarde”. Le pregunté si entonces debía empezar a hacer fila desde esa hora y me dijo que no me diera mala vida, que volviera al día siguiente en la tarde y hablara con uno de los primeros de la cola, que seguro me la revendía.

Te cuento todo esto para desahogarme, madre, porque acabo de hacer mi primer mercado en esta ciudad. Fui a un Walmart que queda a tres cuadras y después de comprar todo lo que necesitaba para comer, encontré una sección llena de cauchos, bicicletas, cascos, motos y por supuesto, un estante de dos metros lleno de baterías. La amiga que me llevó me preguntó si me pasaba algo porque escuchó cuando maldije frente al estante. Le dije que no, que por suerte no me pasaba nada. Que lo peor ya había pasado; ya lo había dejado atrás. No entendió y no le expliqué más.

Quiéreme a los perros, ma.

Tu hijo.