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Orden productivo y modos de autoconciencia

Friedrich-Engels

Parto, aquí, de postular que practican puro fetichismo de la producción alienada quienes remiten el sentido de la producción a ser un conector, o “condición para” alcanzar una u otra finalidad utilitaria


Tamer Sarkis Fernández

PRODUCCIÓN Y HOMINIZACIÓN

Engels expone en Dialéctica de la Naturaleza cómo la autoconciencia surge y se desarrolla en la vida gregaria homo, que la precede a ella. Relaciones sociales de producción, a cierto nivel de simplicidad, y que son el modo en que el productor (de la existencia gregaria y de su continuidad) se vincula a los Medios de Producción, ya existen a partir de determinado punto. Este punto X corresponde a la conversión humana de un “fragmento de Naturaleza” en Fuerza Productiva exterior al cuerpo humano mismo como Fuerza Productiva. Para dar ese paso evolutivo definitorio de nuestra especie, fue preciso el desarrollo de ciertas funciones cerebrales. Pero éstas fueron por su parte fraguadas a golpe de la propia actividad productiva gregaria, que indujo “ajustes” anatómicos como la adquisición de la posición erecta y la oposición de los pulgares.

El esquema sencillo del proceso consiste en una compenetración expansiva entre actividad material y actividad cerebral: grupos actuando sobre el medio están actuando hacia la mutación (motriz, posicional, cerebral…), que abre a la especie hacia nuevas prácticas materiales[1], en el ejercicio de la cuales la especie modifica la aptitud cerebral, lo que la conduce a auto-emplearse motrizmente de formas inéditas y hasta a relacionarse con la materia no sólo en su consumo, sino también como herramienta para la producción de elementos y de condiciones concretoras de su estar en el mundo…, y esa producción de cambios en el medio es inextricablemente autoproducción orgánica cerebral[2] (Engels, 1961). En esta concatenación de causas y efectos relativos, se alcanza un estadio en que el desarrollo material interno (bioquímico, neurológico, fisiológico estructural del cerebro) enciende la autoconciencia[3]. Esta llega, por tanto, nada más que como epifenómeno de la agregación productiva[4]. Auto-objetivarse en una finitud cuyo confín es el de una unidad somático-pensante, auto-diferenciable (léase así; no estoy diciendo separada, contrapuesta, contrastada o enfrentada, sino sencillamente distinguida, experimentada como unidad singular) respecto de una exterioridad, fue un modo de “experiencia de sí” que rompe con la in-distinción somática en la agregación productiva y vital. No se trata de que antes inexistiera una experiencia de sí, sino de que aquélla había sido una experiencia unitaria de la relación social que la existencia grupal es en su fondo.

TRASCENDER LA ILUSIÓN DE SEPARACIÓN

Aun en los casos societales de no-separación del sujeto respecto de un grupo humano que es com-unidad genuina, o respecto de un fragmento social que sí es comunitario y al que el sujeto en cuestión pertenece –como son una Casta o un círculo hermético de especialistas (forrajeadores, brujos, chamanes, hechiceros…) que transfieren su condición por herencia/aprendizaje-, es una constante sociológica el hecho de que el inconsciente colectivo esté embadurnado por una peculiar nostalgia que fluctúa tentándolo a constituir prácticas sociales de rememoración alegórica o de retorno experiencial a aquel estado primigenio de indistinción. Prácticas hacia la indistinción son desde la ingestión de enteógenos hasta la orgía (literalmente “confusión”)[5], pasando por la ebriedad báquica, la incorporación del cuerpo sacrificado y objeto de antropofagia, y que es síntesis o encarnación de lo social conductora a la indistinción, o por los ritos paganos de emulación animal generalizados entre las comunidades montaraces cazadoras o pastoriles medievales, en los que uno de los participantes se caracterizaba de macho cabrío, y que han sido llamados “aquelarres”. Un bello ejemplo en lo que se refiere a prácticas sociales de regreso a la indistinción nos lo brindan los pueblos arios de la rama védica a su asentamiento en la India tras atravesar el Punjab entre el 2500 y el 2200 ac.[6]

AUTO-DISTINGUIRSE NO ERA CONTRAPONERSE A UNA EXTERIORIDAD

No cabe duda de que una de las etapas cruciales en este curso objetivo hacia el emerger de la autoconciencia, es la adquisición por el Homo erectus de la capacidad para lanzar objetos. Casi podemos decir que, en el momento en que éste practica la selección de materia que sujeta a sí en una relación de empleo y que por ello queda hecha objeto de lanzamiento, la hominización nos está proporcionando la prueba definitiva de haber producido ya autoconciencia. En efecto, cribar materia en función de sus cualidades funcionales al lanzamiento y distinguir en objeto a cierta materia precisa, para precisar después el momento oportuno de lanzarla, implica –in situ o diferidamente- otro acto de distinción: el que atañe al “blanco” sobre el que descargar la acción a fin de provocar un efecto. Por tanto, el homo que lanza ha trascendido la mismidad y se ha vuelto un ser capaz de cierta forma de clasificación a partir de una conciencia de otredad. Esta conciencia de otredad no es otra cosa que la ruptura de su relación subjetiva con el efecto en términos de automatismo de la voluntad. El homo que lanza es, en definitiva, quien ha sido habilitado, por un proceso dialéctico entre actividad y transformación orgánica cerebral -y en tal medida transformación funcional-, para distinguir ámbitos sobre los que ejercer influencia es una cuestión técnica, relación no-inmediata porque lo es con una otredad, y de la que este ser ha tomado conciencia.

Así mismo, un ser que lanza es intrínsecamente un ser que ha trascendido la inmediatez, saliendo del presente eterno[7] y distinguiendo un futurible (el efecto a provocar en el “blanco”) hacia el que encaminar su actividad en un momento presente de distinción de la materia o de lanzamiento mismo[8].

Eso válido para el tiempo[i] tiene por fuerza que serlo para el espacio: el Homo erectus capaz de lanzar materia objetualizada no podría ser eso sin haber abandonado la mismidad espacial con la dotación de capacidad de clasificar el espacio y, así, operar con distancias, dar una fuerza al lanzamiento orientada a propiciar el impacto deseado, etc.

Para acabar con las precondiciones a señalar, el ser lanzador es un ser capaz de auto-observarse; de lo contrario, no queda sumergido en una técnica que sólo puede ejecutar ordenando y calibrando sus propias facultades adquiridas. Lejos de permanecer “enrolado” en el objeto de afectación (“blanco”) e identificado con éste, se ha desligado de la indistinción pretérita; de lo contrario, no habría oportunidad para el ensayo, la adquisición y la ejecución técnicas, ya que la percepción sensible de materia no es codificada como un afuera sobre el que intervenir y al que forzar mediante un procedimiento. Distinguir una otredad que observar y con la cual establecer relación mediante un puente técnico, conlleva el nacimiento de la auto-observación en la medida en que el ser es agente (agencia y se propone agenciar cambios fuera de sí, lo que comporta enmarcarse a sí y a su práctica en una racionalidad).

Expongo esta fase de la hominización porque revela con claridad que autoconciencia no significa automáticamente contraposición o distinción intersubjetiva (como si, tal y como postulan tanto el existencialismo, con su ideología de la angustia implícita al ser-en-sociedad, como los ideólogos del Homo economicus igualado a la Naturaleza de nuestra especie, posesión de autoconciencia supusiera en sí no-integración de la autoconciencia dentro de un nivel comprensivo de autoconciencia social que no se opone, sino que incorpora al anterior). El Homo erectus que sabe lanzar es por fuerza un ser cuya experiencia de sí no es ya experiencia de mismidad (ha adquirido autoconciencia). Obviamente, esta adquisición es un auto-demarcarse, por ejemplo, del animal al que se propone técnicamente convertir en presa, de un fruto que se propone derribar del árbol arrojando contra él una piedra, o de la materia misma a la que se propone objetualizar (directamente o transformándola) para lanzarla contra un animal. Pero ello no comporta per se un no-ser sociedad y rellenar esa ausencia de vínculo fundamental con un entrelazamiento de inspiración utilitaria que desprende “frutos” al “árbol social”. Siendo, este anudamiento, rector en cada caso sobre la oportuna política de alianzas, de enfrentamientos y de desinterés por quienes carecen de valor aportativo para despertarlo, tal y como siempre ha catalogado a nuestra especie la Economía marginalista: seres cuya existencia social es un movimiento por satisfacer necesidades de crecimiento ilimitado sirviéndose de recursos limitados. Supuesta objetividad material que haría, del vínculo humano presidiendo la autoconciencia, un imposible social, porque no habrían de existir ni de haber existido jamás vínculos objetivos como fondo material a proyectarse en modos no-separados de subjetividad.

EL MITO DE LO SOCIAL COMO ALIANZA DE FUERZAS        

Son de sobras conocidas tanto la versión contractualista asentada sobre la premisa Homo homini lupus, como la extensa e intensiva tradición instrumentalista que aúna, a la constitución del self (de una relación del sujeto con sigo mismo), con una conciencia de separación respecto de un mundo-objeto que sería como una espada de doble filo –medio posibilitador del desarrollo y la “autorrealización” a la vez que constrictivo y amenazante. Mientras esa primera interpretación de la autoconciencia no es tomada en serio, ésta última goza de buena salud figurada en calidad de “lo que es en esencia La Sociedad (cualquiera)”. La concepción-matriz de la que Anthony Giddens hace partir toda su Sociología no es otra: actores constreñidos por estructuras que los friccionan y los obligan a determinadas formas de acción social, a la vez que posibilitados para su auto-afirmación por ésas estructuras en las que nadan y por otras en las que sumergirse y de las que echar mano. Mencionó Nietzsche como una de las manifestaciones de la debilidad inherente al “hombre moderno” aquélla de rechazar “la Iglesia, no su veneno” (1998: 72). Y, en efecto, nos burlamos o encumbramos una misma concepción de fondo en función de su distinta morfología expositiva.

Contra esas creencias de que pensar-se y sentir-se es en sí objetivar-se al servicio de un “yo ideal” separado que nos reclama para sí, tanto como sería objetivar el conjunto de lo real, formado por la exterioridad a la finitud propia, a modo de fuerzas a conjugar, a organizar o de las que disponer para obtener los mayores rendimientos propios o colectivos, un “bien común”, una “máxima felicidad exclusiva o repartida a los sujetos”, etc., no se trata de oponer una creencia más. Se trata sencillamente de recordarnos la producción cognitiva acumulada a través de la que habla “una muestra humana”. El estudio de esta muestra nos lleva a conocer que (1) la variabilidad espacial y la extensión temporal son mayores para formas de autoconciencia subjetiva comprendida por una segunda capa de autoconciencia supra-subjetiva coincidente con el medio social de pertenencia[9].

(2) La variabilidad espacial y la extensión temporal es menor para formas de autoconciencia subjetiva cuyo eje central es la agonía o incluso la antagonía con el medio social de pertenencia (vuelto así medio en su significado de mero marco instrumental con o contra el que operar a fin de obtener para sí y/o para los demás sujetos). Esta desintegración del self, desgajándose del self social que lo contiene, es un hecho antropológicamente menos representativo, o menos normal[10], que su contrario, por más que los existencialistas llegaran en determinado momento para decirnos con idiotez que “La vida es así”.

(3) Aquello que es todavía mucho más importante que lo anterior, desde el punto de vista del reto que supone caracterizar el trasfondo del que arranca el hecho social de la producción: La correlación respectiva y diferencial entre (A) cada uno de estos dos grandes modos de vida epistémica de los sujetos sociales (en qué términos se auto-conocen; en qué sentido experimentan su existencia en el medio social; cuál es el sentido de su sentir-se en relación a su experiencia reflexiva de grupo social y la sintonía unitaria de ambos momentos o la vivencia epistémica de dicha relación en un sentido específico de tensión agónica), y (B) cuál es la relación de los sujetos sociales con los Medios de Producción, si unitaria o distinta en función de la pertenencia a uno u otro subgrupo. Y, por tanto, cuál es la relación de los sujetos sociales con lo producido y con la fijación misma de aquello a producir. Si una relación remitente de forma unitaria al grupo social. O remitente a la satisfacción de las ordenanzas de una parte social que posee su propia racionalidad productiva diferenciada y objetivamente contrapuesta a una racionalidad que no puede ser unitaria porque no existe unidad posicional en la organización de la producción, de la cual una racionalidad tal pudiera ser reflejo al nivel de “los intereses” y de “las necesidades”.

COMUNEROS, CHINOS, BEDUÍNOS

En efecto, registrar esta correlación e interpretarla teóricamente como un indicador de que los modos de autoconciencia son relativos a las formas de organizar socialmente la economía (son una superestructura), nos conduce a rebatir el relativismo “fundamentado” en una supuesta contingencia de los distintos modos de autoconciencia. Según éste, por ejemplo variantes epistémicas a partir del tronco común del Homo economicus habrían sido portadas por “la industria”, “la tecnologización de la vida”, “el productivismo occidental” o “su agresividad expansiva”. Así como modos de autoconciencia con epicentro en una auto-percepción (consciente y sensitiva) diferenciada del sujeto, a la vez que indestilable y portadora en sí misma de una auto-percepción (consciente y sensitiva) supra-subjetiva en el propio sujeto que se autodistingue habrían de ser característica de un “alma primitiva” mantenida en grupos sociales que “no han evolucionado”. Eso cuando éstas no son tildadas de “posibilidades” inherentes a “la variabilidad humana”, cuya distribución espaciotemporal sería aleatoria y carente de causalidad más allá de subrayar la “indeterminación” humana su potencial de concreción “plural”.

Atender a los modos de autoconciencia en términos de superestructura permite darse cuenta del error consubstancial a esas interpretaciones, constatando que, por ejemplo, los muy “occidentales” y poseedores de aparato industrial y tecnológico muy “avanzado”, revolucionarios de la Comuna de París, desarrollaron –y practicaron- formas de autoconciencia[11] que poco tienen en común con las del pequeñoburgués que debe sostener su tienda frente a la tempestad histórica de la concentración de capitales, o con las del proletario a quien se pone en la tesitura real de ir él también a la calle y perder su sustento y el de su familia, si entra a formar parte de una protesta contra el despido de ciertos compañeros que esperan de él que se sume y él sabe de esas expectativas.

Permite también constatar que la autoconciencia del sujeto significara, en las comunidades chinas de la Antigüedad, conciencia de pertenencia al conjunto más allá del límite del linaje propio (separado geográficamente de los demás linajes), y abarcara así una comunidad cuyo producto social es global y no objeto de intercambio entre linajes (no hay partes al nivel de la relación social con lo producido y con el establecimiento de lo que hay que producir, condicionado ello eso sí a las posibilidades que brindan las FF.PP.)[12]. En la vida material, el sujeto se realiza realizando el medio social que es la infraestructura de sí mismo, de modo que no hay oposición objetiva y ésta tampoco se manifiesta al nivel de la autoconciencia. El modo de autoconciencia derivado se mantendrá incluso después de haberse introducido la alienación de parte del plustrabajo para el mantenimiento de un Déspota que encarna la unidad comunitaria precisamente al nivel de la representación. Esa condición de “encarnar” la comunidad en la conciencia del sujeto constituye motor de que se le incluya a él en tanto que consumidor de producto comunitario. Producto privado por entero al sujeto como miembro y del cual es sin embargo el dueño por entero porque es comunidad, Régimen de propiedad cuyo correlato es la autoconciencia subjetiva comunitaria, pues, para empezar, el sujeto social continúa consumiendo y así viviendo al ser comunidad.

Por contraste, los grupos sociales beduinos del siglo IV d.c., que por sus características casan mucho más que la “refinada” y “sofisticada” antigüedad china con los clichés evolucionistas atributivos de poseer un “alma primitiva”, se relacionan con el producto y con los Medios de Producción –el principal es el ganado- a partir de la comunidad de bienes, pero ello tan solamente al nivel del clan. Consecuentemente, el correlato de autoconciencia es ese con-senso (en su sentido etimológico) que Ibn Jaldun llamó Assabiya cuando elaboró su teoría general del cambio social (Abdesselem, 1997; Nassif, 1979). Por el contrario, los sujetos sociales, que están también objetivamente vinculados por relaciones sociales entre clanes, reproducen al nivel de la autoconciencia esa separación económica, y consecuentemente política (guerra, al jarb: que se produce sobre todo a modo de incursión de saqueo y de donde deriva la palabra castellana “algara”) y valorativa (el t’aar como deber sagrado de saquear y humillar a otros clanes). Esta autoconciencia de separación al nivel interclánico puede ser sintetizada aludiendo al aforismo beduino: “Yo contra mi hermano; mi hermano y yo contra mi primo; mi primo, mi hermano y yo contra el forastero” (la traducción sociológicamente más realista para “el forastero” es “el exterior” (al jarish)[13].

EL ERROR DE ROUSSEAU

En fin, advertir la correlación existente entre modos de autoconciencia y modos de relación social de los sujetos con distintos elementos de su actividad productiva y con el producto, y codificar teóricamente esta correlación según el postulado de que, en última instancia, la conciencia es concretada por la realidad social y no lo real sale de la conciencia, nos lleva a estar en situación de negar la ideología que Rousseau desarrolló en torno a la cuestión de la emergencia tanto de la autoconciencia separada como de su práctica objetiva. Según Rousseau –y dicho a grandes rasgos-, la autoconciencia separada provendría de una perversión de la Naturaleza Humana, siendo posible restituir ésta última por medios puramente políticos (el Contrato Social, establecedor de unos vínculos comunicativos únicos, indivisibles y vinculantes, que conciliaran a los sujetos por la sumisión de estos a la primacía de la Voluntad General sobre las utilidades de los sujetos considerados aisladamente). En este marco contractual, las sumas, restas, aleaciones, alianzas, enfrentamientos, “partidismo” (establecimiento de partes) de utilidades de los sujetos devendrían procedimientos proscritos[14].

Desde la perspectiva de la autoconciencia como superestructura, no hay “envilecimiento desnaturalizador” trascendible por medio de medidas político-jurídicas que por lo demás se extienden hasta abolir por decreto el Régimen de Propiedad privada. Por un lado, sociedades con una o con otra forma de organizar la actividad productiva, son tan “humanas” unas como otras[15]. Cuando históricamente han ido pasando de una forma a otra, no se trata de que subyazca un reducto “humano” bajo los sujetos sociales y su “perversión”, reducto que debería ser tenazmente invocado hasta que por fin “saliera a la luz” y los sujetos “reconciliados con su Naturaleza” se pusieran juntos a “restituir la comunidad”.

Opuestamente a esta falsa dicotomía apariencia-esencia, las formas de organizar socialmente la producción y sus correlatos de autoconciencia son trascendidos a medida que, en un medio determinado, esas formas materiales van agotando su capacidad de reproducción y ese movimiento objetivo produce unos sujetos sociales negadores de una organización que lleva camino de negarles hasta el extremo (en lo biológico) y cuyas manifestaciones de decadencia los sujetos padecen sin estar determinados mecánicamente a “resignarse y soportar”. Sino, al contrario, estando determinados dialécticamente y posibilitados material y subjetivamente a negar. Por tanto, formas separadas de autoconciencia predominando en la vida de determinadas sociedades, no son el reflejo de ambiciones de naturaleza política que acaban envolviendo a los sujetos en una especie de espiral de contagio.

El predominio epistémico de la separación es, en aquellas sociedades donde ese tipo de episteme es la dominante y contribuye a definir las relaciones sociales, la reflexividad cosificada que se corresponde mecánicamente a unas condiciones reales de falta de confluencia entre, por un lado, la producción de la vida social por la actividad de sus sujetos concretos, y, por el otro, una vida social articulada objetivamente de modo que su racionalidad culminara en una totalidad igualitaria de sujetos, en lugar de en una parte que no puede ser la destinataria de la racionalidad objetiva de los procesos sociales sin reducir a la otra parte a la categoría de medio dispuesto en esa racionalidad parcial. Y, por ende, el predominio epistémico de la autoconciencia separada no es la consecuencia de una estrategia política triunfante, que fuera a perecer por la inyección de su propio antídoto político, que habría sido ingeniado por Rousseau y bautizado como Contrato Social. En tal medida, las Relaciones de Producción portadoras de sus correspondientes modos de autoconciencia no podrían ser disueltas por una decisión contractual consistente en anunciar la abolición por decreto de la propiedad privada. Eso es así porque la propiedad privada misma volvería a constituirse realmente y más allá de lo jurídico, por no ser otra cosa que la expresión de la actividad social mientras la sociedad continuara organizando de manera a-unitaria la producción y los mecanismos de acceso al uso y al consumo del producto.


[1] Los más antiguos artefactos producidos de que se tiene constancia parecen haberlo sido en Hadar, Este de Africa, hace 3.1 millones de años (o allí han sido registrados): Klein, 1989. 2 millones 750 mil años: ballena encallada en una playa cercana a Vallonnet, que fue arrastrada hasta una gruta para su despedazamiento (Zerzan, 1994). Homo Habilis en Olduvai: registro de 200 instrumentos para el despiece de un elefante, del que se hallaron restos. Sea caza o depredación del cuerpo del animal, implica una técnica de la conversión del animal en recurso de subsistencia (Zerzan, 1994). Tres cráneos de antílope golpeados en el mismo lugar con un guijarro o una maza (Zerzan, 1994).

[2] El registro de producción de lascas de piedra, habilitada para ser empuñada con la mano derecha (hace más de 2 millones de años), es prueba de lateralización del cerebro y de la acusada separación funcional de los hemisferios cerebrales (Holloway, 1981). También de que las capacidades cognitivas y comunicativas humanas han sido adquiridas en su base (Klein, 1989). Por su parte, la Arqueología Prehistórica del primer tercio del siglo XX comprueba ya la disparidad temporal que media entre sus hallazgos de Registro material de producción técnica (osamenta y herramientas en Ternifine Palikao, Norte de Africa: un millón de años) y su descubrimiento de pruebas materiales sin las que no es posible afirmar que ha habido adquisición de consciencia de muerte (tratamiento de cadáveres, algún tipo de intervención del cuerpo u ordenación en el espacio según una pauta de regularidad cualquiera, a los que no se abandona o se ignora sin más: 100.000 años): Bataille, 1970.

[3] Engels (2000) emplea “trabajo” en el sentido de producción de medios y de condiciones de vida, y de transformación de la naturaleza, difiriendo radicalmente del concepto que reservo para “trabajo” en esta tesina. Puntualización terminológica aparte, su obra El papel del trabajo en la transformación del mono en hombre muestra a la animalidad gregaria como contexto donde la hominización tuvo lugar.

[4] Pongamos de ilustración el célebre hallazgo de “la caja de herramientas” (1.7 millones de años) en la Garganta de Olduvai, que cuenta con seis tipos distintos (Leakey, 1978). Entre ellas, el hacha bifacial Achelense: simétrica, modelada en lascas, cuya producción y uso no pueden acontecer sin haber asumido los sujetos destrezas de manipulación, concentración, visualización y planificación. Pues estas habilidades son requeridas para el uso de las cualidades materiales del objeto, y es absurdo que los seres humanos, caracterizados por producir con figuración, objetualicen la materia en la producción inconexamente a su capacidad concreta de objetualizarla en el gasto de ella. Así pues, es producido un objeto cuyas cualidades distintivas están en relación a una segunda serie de cualidades asumidas por sus empleadores potenciales (quienes de lo contrario no habrían producido ese tipo concreto), y que les hacen a estos aptos para precisamente con ella (y no con cualquier otro objeto): dar el golpe adecuado, dar la fuerza justa, dar la fuerza en el ángulo de impacto preciso, desplegar la ordenación de la secuencia del procedimiento y poseer la flexibilidad necesaria para alterar la técnica de operación. Pero no hay, en ese momento en que los homínidos hacen todo eso, lenguaje hablado, condición de posibilidad para el pensamiento abstracto y, por ende, para representarse la muerte. De lo que se sigue que la concepción de la producción en tanto que medio útil contra “la amenaza que supone la finitud”, y que habría de haber sido desencadenada como “recurso práctico” por o desde “la toma de conciencia de finitud” (“Hecho humano primordial” que habría de haber encendido la inmersión “en la profanidad del trabajo”), resulta lógicamente infundada desde el dato cronológico mismo. Exactamente a la misma conclusión llegamos si examinamos qué sucede con la crianza de los niños: disminución de los caninos por aumento del tiempo bajo cuidado y protección por parte de los adultos a fin de transmitirles la habilidad de tratamiento lítico y de empleo técnico de esos artefactos, ocupándose el propio niño más tardíamente de la alimentación. Esta relación entre generaciones y esta educación indicadas por las modificaciones en la dentadura, sólo pudieron sucederse como formas de socialidad, y no contra el peligro de muerte, de la que no se poseía más pensamiento que el ad hoc (reacción emocional a su presencia situativa), debido a la no existencia de lenguaje. El sentido, pues, de la capacitación, no es funcional ni utilitario, sino que yace en la inclinación a transmitir una capacidad. Esta no es un medio, sino la expresión del don de una Propiedad humana con que el sujeto afirma su humanidad humanizando.

[5] Por su parte, el término orgasmo, que proviene del griego “confundirse”, es caracterizado como un instante en que el sujeto queda totalmente desprovisto de sensación de Ego, en términos de psicoanálisis. Resulta aportativo considerar que determinadas ramas budistas lo reconocen así también, valorándolo como efímera anticipación del Nirvana. En Francia, el registro popular lo había llamado tradicionalmente “petite-mort” y de ahí pasó al poético, literario y al filosófico. El último ha analizado las implicaciones que posee esta designación común refiriéndolas a la puesta en suspensión yoica producida y al flash de experiencia de sí como des-subjetivación.

[6] Sorprendente la información social que en lo que a ello se refiere nos revela la etimología del verbo castellano “ver”, que se remonta al sánscrito de la época védica pre-brahmánica. “Vidia” alude a la “apertura de ojos” conjunta e indisociablemente al “empezar realmente a vivir” consecuentes a las prácticas colectivas (de Casta) con soma, gracias a las que los sujetos trascienden el conocimiento aparente del mundo (en términos de “aparición”, phenomenon; no necesariamente de falsedad neta). La objetividad correspondiente a este conocimiento radical, no es concebida como contemplación externa a la actividad y por encima de la actividad en cuanto a ubicación epistemológica. “Vidia” es, en cambio, el producto de extraer colectivamente, con ayuda de soma, la mediación epistemológica que la conciencia de alteridad (de sujetos, de un “entorno”) presumiblemente comportaría. Internándose en la autopérdida total en actividad común, los sujetos aprenden a ver más allá del velo que obstruye vivencia y autovivencia proyectándolas hacia un futuro; hacia un no-ser: dejan atrás “avidia”, ceguera o no visión y también no-vida conceptualmente fundidos en el mismo término. Es interesante ver cómo el prefijo negativo a- pasó al griego clásico y funciona hoy por ejemplo en castellano. También lo es, a efectos de ilustrar la asociación establecida entre: A. vivir realmente y en la realidad, y B. experiencia de sí sensible indistinta a la comunidad de pertenencia, el hecho de que al cuerpo se le nombre “soma” en griego clásico, siendo, posteriormente, “somático” lo que le atañe. En periodo brahmánico, la nueva Casta superior invierte la substancia del conocimiento: ya no será el producto vivencia y captativo de librarse de la auto-distracción en una pre-ocupación, más o menos consciente, más o menos latente, en asuntos que atañen a un futuro, y que, como un ruido de fondo incomunicativo, desintensifica y aleja al guerrero del ser comunidad de Casta. El brahmán define el conocimiento radical en términos de sabia desafectación por la futilidad de los asuntos mundanos. Inversión substancial que alberga inmanentemente una inversión epistemológica: el camino a “vidia” en su ahora acepción de trascendencia de la atención al mundo (“avidia” como Velo de Maya) no puede ser un camino de actividad; tiene que ser ascético. A la ascesis es añadido el yoga, substituto del soma, que queda proscrito, y de efectos análogos a éste sobre el estado de consciencia. Bajo estricto monopolio brahmánico en lo que se refiere tanto a su práctica avanzada –pues cierto nivel de práctica es hermético- como a su transmisión, el yoga será impartido a la Casta de guerreros y esta mediación a su acceso procurará sumisión al brahmán.

[7] A partir de determinado momento, nuestra especie había empezado a grabar, en la materia que objetualiza como Medio de Producción, lo que ha sido interpretado como señales de medición y de segmentación del transcurso del tiempo. Alexander Marshack, a inicios de los sesenta, distingue en ese registro más que ornamentos o marcas de caza, sistematizando sus investigaciones en varios artículos científicos (Marshack, 1972). Director de investigaciones del Museo Peabody de Etnología y Arqueología (Universidad de Harvard), es profesor de Arqueología Paleolítica en esa universidad. La terminología demodé en el título –Las raíces de la civilización– no debe disuadirnos de una primera aproximación a este hallazgo través del artículo de Alain de Benoist, substancialmente interesante más allá de formas culturalistas de expresión.

[8] El Homínido adquiere, en un punto determinado de su trayectoria de hominización, aquel cuadro morfológico y funcional del cerebro que constituye la infraestructura orgánica mínima para poder hablar de “consciencia de finitud propia” así como de percepción consciente respecto a la imbricación profunda subsistencia-ecología-riesgo de muerte en su contexto (Fowlett, 1980; Wynn, 1980). No podemos asegurar que este ámbito de conciencia producida fuera un efecto inmediato y mecánico del proceso material, pero sí lo contrario: los cambios craneales fueron condición sine qua non. La cuestión es que, llegado ese momento, los homínidos ya articulaban mecanismos sociales en el aprovisionamiento de medios de vida (expediciones de recolección de plantas comestibles, búsqueda organizada de carroña que depredar) sin mediación de DTS ni siquiera en función de sexos (Hamilton, 1984). También la distribución de producto era ya social, puesto que el animal no es devorado sin más orden ni concierto que el hambre, el colocarse en una buena posición entorno al cuerpo y la capacidad de imposición; cuerpos y recolecta son racionados y sujetos a una regulación no privativa (grupal) del acceso cuando han pasado a ser objeto de consumo mediato (Washburn y De Vore, 1961; Goodall, 1971; Leakey, 1978). Si se quiere más claro: la relación genérica (humana) con sus medios de vida, es decir, la organización socio-técnica de la consecución y del consumo de estos, no puede ser ella misma esencialmente un medio al servicio de una idea (“la subsistencia”, “la conservación subjetiva”, “la reproducción social”) que cifrara el fin racional de esa actividad. Porque en un periodo donde la relación con la muerte era puramente empírica, sin existir pensamiento abstracto de la muerte ni memoria de la muerte, los homínidos están produciendo socialmente sus condiciones de consumo (reserva de porciones de producto para el consumo diferido, ordenación del acto de depredación común de la pieza hallada, establecimiento racional de las proporciones respectivas de actividad recolectora y de agenciamiento de cadáveres, rechazo racional de la DTS dada la versatilidad de las edades y de los sexos en uno y otro arte de subsistencia, impresión de señales orientativas y delimitadoras en el territorio o memoria de su disposición para facilitar la recolección –Zihlman, 1981-, etc.).

[9] Señala Ingold (1987) de las comunidades de cazadores y recolectores, que en ellas “el valor supremo” es “el principio de autonomía individual”, y Wilson (1988), que impera en esos contextos “una ética de la independencia […] común a las sociedades abiertas”. Pero no es que “la maquinaria” social tuviera sensibilidad por “no extralimitarse” y “respetar al individuo”, como sí ocurre realmente en lo que Karl Popper (1981) llamó “las sociedades abiertas”. No actúa nada parecido al precepto liberal de animar a que cada uno busque “su lugar bajo el sol”, se adapte, prospere sin violar los derechos de los demás ni nada que se parezca a la síntesis de congeniación en que son resumibles los Derechos Humanos: “Mi libertad acaba donde empieza la de los demás”. No hay “Juego actorial” desintegrado de o contrapuesto a la “acción colectiva”. El individuo y su actividad son sociales al tiempo que la sociedad es la concreción de la naturaleza del individuo, con lo que literalmente no tiene sentido regular al sujeto. Lo uno es lo otro: el individuo activo, la sociedad activa ocupándose de aquello a lo que da importancia y valor. La desregulación del individuo no es una cuestión moral, sino que está inscrito en “la lógica de los social” (concreto). Cuando quede abolida la propiedad privada, no habrá necesidad del crimen, nadie se interesará por él; dejará de existir. Por supuesto, no todos los crímenes son crímenes contra la propiedad […]. Pero aunque un crimen pueda no ser contra la propiedad, puede surgir de la miseria, la rabia y la depresión producidas por nuestro equivocado sistema de tenencia de propiedad, de modo que cuando el sistema quede abolido, desaparecerá. […] Los celos, que son una extraordinaria fuente de crimen en la vida moderna, son una emoción estrechamente ligada a nuestra concepción de la propiedad que, bajo el Socialismo y el Individualismo, desaparecerá. Es notable comprobar que en tribus de tipo comunitario, los celos son enteramente desconocidos” (Wilde, edición digital en htm).

[10] Cáptese “normal” en su acepción positivista que remite a la repetición de un hecho, y carente de connotaciones esencialistas respecto de una supuesta “vida social natural”.

[11] Acérquese el lector a ellas a través de la lectura de La comuna de París (selección de trabajos). Marx, Engels, Lenin, 1985.

[12] Léase Marx, 1985.

[13] Watson, 1974; Guichard, 2002.

[14] Rousseau, 1995.

[15] En realidad, el Mito del que se ha nutrido promiscuamente la Antropología, relativo a “esas otras sociedades” más cercanas a “la Naturaleza” –las famosas “sociedades simples” opuestas a las “sociedades complejas” en las viejas Tipologías funcionalistas- es un Mito rastreable hasta su práctica social fundamentadora, que no es otra que la producción, y re-construible a partir de la misma. Como las sociedades no divididas producen de modo no alienado, no articulan entorno de sí todo ese arsenal compensatorio “cultural”, de marketing, de recreación, político-institucional… que caracteriza a “la nuestra”. Igualmente, carecen del grado de sublimación delirante con que en la sociedad capitalista el sujeto encara las relaciones con los demás, y que muta en esas desconcertantes formas nuestras de “complejizarlo” todo, resultado de que damos la vuelta al mundo para no llegar a donde queremos en el fondo y de que en ese viaje tenemos que construir y apoyarnos en innumerables “puertos” institucionales, de costumbres, de formalización y ritualización de las acciones, etc. Misioneros, exploradores y funcionarios colonialistas, sucedidos de antropólogos científicos, escribieron este mito social a partir de ese dato veraz de que para esas comunidades “las cosas son lo que son” y de que lo concreto les basta como estímulo a la actuación, sin quedar insatisfechos con la vida material y por consiguiente tener que pedirse a sí mismos movilizarse y actuar por una Idea –encarnada en el objeto de actuación pero que lo trascendería, como por ejemplo para nosotros la demanda de placer como invitación al sexo, en lugar de bastarnos con escuchar a nuestro cuerpo pedir el sexo mismo. Vieron “la sencillez de la vida” identificada con esos grupos humanos, sin ver que la complejidad de sentido y de vivencia que entrañaban sus prácticas sociales de producción no daba pie a recreaciones artificiales ni a un entramado marañoso de instituciones de gestión y políticas que desplazaran la complejidad hacia el extrarradio de la producción misma.

[i] Complementario a la explicación presentada en la Nota 128, es el hecho de que la adquisición de autoconciencia de finitud no transformó la producción en una actividad utilitaria volcada hacia la prevención de la “incertidumbre de futuro” y ampliadora del “Umbral de seguridad” de la comunidad. Se tratará más bien de un sujeto que produce apasionadamente pero a ráfagas y, por decirlo de ese modo “a lo bruto”. Es decir, no acepta doblegar su actividad en un corsé racional utilitario desde el que disponer en qué conviene más invertir energía y tiempo, qué actividades indispensables deben acaparar la energía vital y qué otras deben ceder importancia o existencia, etc. El produce; “pero” en él dominan las fuerzas de especie relativas a afirmar su cualidad de especie, mientras quedan supeditadas las fuerzas reactivas que dan prevalencia a la auto-conservación al precio de la expresión de la cualidad. Con ese orden jerárquico de fuerzas no hay modo de regularizar la producción en sentido utilitario. El ser humano era, así, una especie de borracho zigzagueante, productivamente activo, pero de pasos imprevisibles en relación a sus aportaciones eficaces a reproducir la comunidad. Por ejemplo, acostumbra a ignorar el principio normativo de no violencia en el seno de la comunidad, sublimada en violencia ritual (la guerra a menudo como juego, como dramaturgia, como performance) de la comunidad con otras. Y no sólo causa estragos; es un loco que va por la vida haciendo cabriolas, olvidando, a la primera de cambio, lo propicio a la auto-conservación (propia y gregaria), tanto como “amnésico” en relación a la conservación misma. Es el inmediatista puro, el “anti-conservador”, duro de prever y de encauzar. Fijar en él una conciencia de necesidad de procurar la auto-reproducción y servir en ello al grupo, cuando todo lo que en él había eran destellos fugaces que se extinguían sin dejar huella, requirió torrentes de punición y de crueldad (Nietzsche, 1998). Sólo mediante aquello que los conductistas denominarían un “condicionamiento negativo” extremo, pudo grabársele una memoria de servicio a la conservación. Y, dándole al sujeto esa atadura, domar utilitariamente una producción que se sucedía salvaje y se sucedía estética: es decir, no sumisa a un cálculo sobre el potencial de uso de sus resultados (ausencia de dominio del “trabajo muerto” sobre el acontecer y el transcurrir vivos de la producción). Esa insumisión primera obedecía a la substancia misma de la producción: ser la expresión necesaria de una capacidad de apoderarse de la materia, de ejercer un poder sobre ella que afirma al animal humano más allá de los demás animales; un acto de distinción y auto-valorización de nuestra especie.