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Bolívar en llamas

David Natera, director del Correo del Caroní

Estrictamente lo que le interesa a Maduro y a sus forajidos es cómo procurarse dólares en un país donde la riqueza petrolera fue devastada


 

Manuel Malaver

El jueves Venezuela amaneció sacudida por la noticia de que el juez del Tribunal Sexto de Juicio de Puerto Ordaz, Beltrán Javier Lira, había condenado a cuatro años de cárcel al presidente-editor del diario “Correo de Caroní”, David Natera, a raíz de la publicación en el 2013 de una investigación sobre denuncias de un caso de corrupción que involucraba a directivos de Ferrominera del Orinoco, una empresa de la CVG.

La decisión no podía ser más perturbadora y emblemática, pues embestía, de una parte, contra un medio de comunicación que durante los últimos 17 años no le ha dado tregua a la corrupción que le ha ido comiendo las entrañas al Estado Bolívar, y de otra, a su presidente-editor, David Natera, quien no ha cejado en defender la libertad de expresión, y es un nombre que con orgullo exhibe Venezuela en el procerato de luchadores mundiales por los derechos humanos y el libre ejercicio del pensamiento.

De ahí que, fue natural que la opinión pública viera tras la decisión del juez, Lira, al presidente Nicolás Maduro, y al gobernador del Estado Bolívar, general, Francisco Rangel Gómez, dos personajes de lo más siniestros en la guerra contra la libertad expresión que el socialismo y la revolución llevan a cabo en Venezuela y en Bolívar, y de la cual, “Correo del Caroní” y Natera eran, simplemente, sobrevivientes.

Y no es que, en Venezuela no hubiera desde los primeros años del “proceso” periodistas presos, ni los hayan matado, torturado, perseguido y forzado al exilio (como es el caso del director de este semanario, Pablo López Ulacio), sino que, en el caso del “Correo…” y Natera se extremaron todas las ilegalidades y abusos, sin duda que para ejemplificar el remate de la libertad de expresión en el país y dejar constancia de que la revolución castrochavista no quiere periodistas sino presos y medios de comunicación en agonía o muertos.

Para empezar, la causa por la que se condenó a Natera era del 2013 y había encontrado culpables y condenados a prisión a un coronel del Ejército, Juan Carlos Álvarez Dionisi, a tres gerentes de Ferrominera, y a un personaje de la picaresca guyanesa, seudo empresario y seudo editor, Yamel Mustafá, quien durante la investigación resultó ser el jefe de la “Mafia del Hierro”.

Todos habían sido acusados por la institución de la cual era Director, Álvarez Dionisi, la Dirección de Contrainteligencia Militar (Digcim), de extorsionar a directivos de la estatal ferrominera, y a empresarios de la región, a cambio de no incluirlos en un expediente que levantaba el oficial sobre la todopoderosa y archicorrupta, “Mafia del Hierro”

Los autos se realizaron, las pruebas y testigos proliferaron, la opinión pública y líderes como el exgobernador y diputado, Andrés Velásquez, clamaron porque se hiciera justicia y todos los acusados fueron sentenciados y condenados a pagar prisión de más de dos años.

Todos, menos Yamal Mustafá, “El Rey de la Mafia del Hierro”, quien se les ha ingenió, mediante sobornos, para ser sobreseído, y, cual Conde de Montecristo tropical y guayanés, regresó a Puerto Ordaz para vengarse de quienes juzgaba “los culpables de su desgracia”.

Y entre más de 50 medios nacionales y extranjeros que había informado y hecho seguimiento al “Caso de Ferrominera”, demandó “por difamación e injuria” al “Correo del Caroní” y su presidente-editor, Natera, dizque por haber vilipendiado a un auténtico capo de la corrupción y que solo en un país y una región donde la delincuencia organizada tomó el estado, podía estar pidiendo la condena de un medio y su editor “por el delito” de cumplir con el deber de informar la verdad.

Otra consecuencia en fin –aparte del pranato político, militar y judicial que campea en Venezuela y el Estado Bolivar-de la tristemente célebre “Ley de Mordaza” que, aunque Chávez hizo aprobar para controlar la radio y la televisión, ahora, que ya esta casi no existen, se ha redirigido a encarcelar periodistas y cerrar medios impresos.

Un adefesio jurídico y moral que de nuevo debe ser denunciado ante el país y la Asamblea Nacional, a fin de que se tomen las decisiones necesarias para derogarla y la libertad de expresión vuelva a brillar en Venezuela y al abrigo de corruptócratas como Maduro, Cabello, Tarek Al Aissami y Rangel Gómez.

Y responsable de que Venezuela y el Estado Bolívar, lleven una semana enterándose por cuenta gotas, y de manera fragmentada, y hasta sesgada, del asesinato de 28 mineros que a comienzos de semana fueron ultimados a consecuencia de la guerra entre los pranes que, a pocos kilómetros de Tumeremo, (tres horas de Puerto Ordaz) se pelean el control de las minas de oro que proliferan en la zona.

“Por ocho kilos de oro comenzó la matazón” cuenta la periodista, Sebastiana Barráez, del semanario “Quinto Día”, que le informó un testigo casi presencial de los hechos, y la “matazón” ocurrió porque unos mineros que se desplazaron ante el rumor de la aparición de una bulla en una mina llamada, Atenas, fueron emboscados, tiroteados y descuartizados, en alcabalas de un pran, “El Topo”, quien considera que toda la zona minera que rodea a Tumeremo “es de su propiedad”.

Pero también de políticos, militares y policías corruptos que la comparten con él, y se dividen las ganancias, o reciben pagas por protección, y son los autores de las incontables ilegalidades y atropellos que se cometen a diario en unas lejanías amazónicas que han devenido en una tierra de nadie.

Es la extensión a Guayana del “Estado Forajido” que Maduro recibió como herencia del difunto Chávez, y en el cual, los inmensos recursos mineros se tasan al mejor postor de lealtades a los caudillos y su revolución, sea en la OEA, la ONU, la Unasur, Mercosur, la UE u otras multilaterales de la región, Europa y Asia; a prestamistas como los chinos, a aliados estratégicos como los cubanos, iraníes y rusos y a cuanta organización terrorista colombiana o del Medio Oriente busca refugio en las inmensas e impenetrables selvas.

Por eso, cuentan viajeros y representantes de ONGs que sobreviven en la zona “Guayana es lo más parecido a los territorios africanos que durante los siglos XVIII y XIX fueron expoliados por los imperialistas franceses, inglesas, belgas, alemanes e italianos, donde los aventureros podían ser muchos, pero los expoliadores y sus aliados nativos, unos pocos”.

“Hasta trabajo esclavo puede encontrarse en estos días en Guayana, tal como existió en el Congo en tiempos del fatídico rey Leopoldo I de Bélgica”, me cuenta un colega residente, “pero ahora capitaneado por políticos, narcotraficantes, militares, contrabandistas, secuestradores, y mafiosos de toda laya, una ralea que solo conoce el lenguaje de las balas, los asesinatos y las desapariciones”.

Ciertamente, la tragedia de Guayana viene denunciándose desde el extranjero, y con profusión de material audiovisual en cableras del exterior y cadenas de televisión de América y Europa, pero sin que hasta ahora le haya merecido comentarios al desgobierno de Maduro, quien, para convertirla en política nacional, acaba de aprobar un decreto, el del Arco Minero, por el que la zona minera más importante de Venezuela, una de las regiones del mundo con mayores recursos hídricos, y una área privilegiada en términos de su variedad de flora, fauna y diversidad, es entregada a la piratería y codicia internacionales “por un puñado de dólares”.

Que es, estrictamente, lo que le interesa a Maduro y a sus forajidos: como procurarse dólares en un país donde la riqueza petrolera fue devastada y regalada a los aliados socialistas de América y el mundo, y ahora. solo quedan estas minas de oro que, sin la misma rentabilidad que el petróleo, ofrecen una nueva oportunidad para continuar el saqueo.

Como escribiera recientemente el economista, Alexander Guerrero en un artículo: “Es el cambio del rentismo petrolero, por el rentismo del oro”.

Una era que comienza con un descoyuntamientos de las bases políticas, económicas y morales del país y en la cual solo cabe sobrevivir en medio de hambrunas crónicas y recurrentes y, literalmente, de la caridad internacional.

Tal ocurre en Cuba y Corea del Norte.