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La medianía ciudadana primermundista, anodina y funcional bajo su cerrojo plomizo de derechos y libertades

Primermundista

La máxima Libertad-Igualdad-Fraternidad sintetizaba el ideal burgués de la sociedad. No eran sólo palabras


Tamer Sarkis Fernández

El buen funcionamiento, respeto, invocación y aplicación ideal de los derechos y libertades democráticas no es una cuestión que atañe eminentemente a eso que la ideologización “marxista” misma de la obra marxiana dio en llamar “ideología”[1]. Por el contrario, entiendo la buena salud de los derechos y de las libertades democráticas como el eterno suspiro nada hipócrita en la cibernética estatal, en los estudios de Antropología aplicada encargados por la “administración”, en las comparecencias de los políticos, en las llamadas a la concienciación en la celebración del día de esto o de aquello, en los Colegios de abogados, en las corporaciones de los jueces, en las protestas de los sindicatos, en la “crítica” en los debates y en las aulas, en la prensa, en la réplica masiva de la ideología dominante, etc.; suspiro que expresa el sueño burgués del buen funcionamiento de la reificación de los sujetos en categorías-correlato del fetichismo de la mercancía. Un funcionamiento que se sueña perfecto y sin contradicciones con “su” sociedad para unas categorías perfectamente atendidas y libres para expresarse, afirmarse, desarrollarse y obtener ventajas en tanto que tales categorías. Entiendo que esta situación es real y que es la crítica fáctica de esa supuesta “crítica” al Derecho fundamentada en su supuesta estafa de los derechos[2]. Voy a exponer en un texto su existencia.

El orgasmo onírico de ese idealismo burgués es la democracia directa, donde las reificaciones humanas definirían activamente lo que están dispuestas a dar y lo que quieren recibir, de modo que el Contrato sería efectivamente el producto de una comunicación entre interlocutores iguales en el proceso de confección de su relación que les vincule, y se reconocerían mutuamente. En esta defensa consiste la crítica del “falso Contrato”, defensa que demanda la participación de las reificaciones en su propia definición como realidades con derechos y deberes[3]. En democracia directa, el Contrato dejaría de ser el producto de una escritura de clase, para convertirse en el trabajo interclasista con arreglo a una dominación de clase que se consagra con el reconocimiento mismo de la división fundamental sobre la que descansa, aunque tome la forma de la diferencia que contiene –quizás un ejemplo que salta a la vista en extremo es el referido a cómo está hoy funcionando, en la gestión de las poblaciones y en su inserción sistémica en la estructura mundial compleja de acumulación de capital, un paradigma regido por el principio de interculturalidad, que traslada, al plano del sujeto de Derecho, todo un remake de las cenizas de culturas concretas que las élites indígenas lanzan como “Comunidad” “indígena” abstracta. Quienes contraponen “los vínculos” al Derecho pasan por alto qué papel activo desempeñan hoy “sus” vínculos[4] –lazos de parentesco; mecanismos de solidaridad y asistenciales; Derecho consuetudinario rigiendo la División del Trabajo Social, la regulación del acceso a los recursos y de su gestión y distribución, la resolución de conflictos, la punición, etc.- con respecto al proyecto actual de dar cabida armónica a las comunidades y grupos humanos indígenas en la nueva División Internacional del Trabajo[5].

 

En realidad, aquellos estados que tradicionalmente son tipificados como “Estados no de Derecho” por la Ciencia Política y la Teoría Política, por oposición al Estado de Derecho y sus variantes liberales o asistenciales, eran estados que se correspondían con sociedades de Derecho típicas[6]. Es decir, la relación política fundamental entre esos estados y “sus” sociedades consistía en la aplicación del Derecho, fuera en forma de Edictos, Ordenanzas, Disposiciones, Lettres, cláusulas, etc. Derecho para castigar, para cobrar impuestos y para llamar a la guerra a los súbditos; esas eran sus tres funciones regulativas básicas. Evidentemente, este Derecho no emanaba del “Pueblo” ni de la “Nación”, que no tenían derechos sobre el Derecho, al ser éste una prerrogativa del Soberano.

Sin embargo, los Estados de Derecho se corresponden con sociedades que no son esas sociedades de Derecho, sino con sociedades de derechos (civiles, individuales, políticos, sociales, etc.). En este caso, el poder no se ejerce fundamentalmente sobre la sociedad, sino a través de la misma, y ello en dos sentidos:

  1. Los individuos son ciudadanos con poder; con capacidad de elección, participación, decisión, etc., quienes recurren a un entramado de instituciones cuyo funcionamiento está regulado por leyes y que son la prolongación de estos individuos en el ejercicio de sus libertades y de sus derechos (los atienden, los sirven, regulan su “comunicación” y su relación con el poder político, etc.).

Ellos ejercen poder en tanto que como ciudadanos contienen una multiplicidad de dimensiones identitarias (consumidores, trabajadores, sindicados, votantes, contribuyentes, asistidos, etc.). Son, pues, lo que se ha denominado Sujetos de Derecho, con sus derechos, libertades y obligaciones. La Ley regula esos vínculos que poseen con el estado y con la sociedad civil, y los ampara en tanto que los reconoce como aquello en que han sido identitarizados, fijados, reificados; es decir, los ampara en tanto que son y actúan como “parados”, “declarantes de hacienda”, “obreros”, “mujeres trabajadoras”, “no fumadores”, “ancianos”, “niños”, y todas las categorías en que el individuo debe autocifrarse en unos u otros contextos. Dado que el poder reconoce su existencia y lo trata desde ese punto de partida subjetivador, regulando su vida en tanto que es aquello o lo otro, y persiguiendo el Bienestar de él, esto es, de esa categoría en que permanece atrapado y que funciona en el orden existente.

  1. El hecho de que los sujetos lleguen a ser reificados en estas categorías identitarias que están de un modo u otro imbricadas en un juego de leyes y normativas de reconocimiento, protección, exigencias, regulación, etc., implica el proceso político de su producción de la mano de un poder que no es fundamentalmente jurídico. En este proceso, la Ley funciona garantizando que el proceso transcurra dentro de los límites de un orden que, si bien puede ser cuestionado y objeto de cambios procedimentales de reajuste funcional o a las demandas de los sujetos participantes en una u otra posición, no puede ser desbordado, interrumpido o cortocircuitado.

Algunas de estas categorías identitarias son indispensables al alfa y omega de la racionalidad de esta sociedad: la realización del valor por medio del intercambio mercancía-dinero.

Algunas otras, aun sin ser directamente necesarias y ni tan siquiera funcionales, son inevitables en tanto que producto inherente al MdP capitalista y se vuelven objeto de tratamiento político por ser peligrosas y al mismo tiempo potencialmente rentables. Esto segundo si el poder consigue hacer que los sujetos en ellas reificados planteen sus luchas y resistencias, demandas, protestas, etc., pensándose desde el interior incuestionado de tales reificaciones. Dándoles respuesta a ellas puede contener estas realidades molestas en la medida en que el origen de su existencia queda ajeno a la actividad de negación y las acciones permanecen separadas unas de otras.

Cuanto más perfecciona, el poder, estas categorías, limando los accidentes de insatisfacción que implican, mayor es el perfeccionamiento de una realidad que funciona generando, gestionando y nutriéndose de esa cuestión opresiva fundamental: las reificaciones que dirigen la actividad alienada del ser así subjetivado.

En otras palabras, cuanto mayor es el reconocimiento y la aplicación efectiva de los derechos promulgados en el Derecho, más y mejor domina a la sociedad el proceso de consumación de la plusvalía que la requiere; mejor consigue purificarse de las contradicciones que le presenta el reto de satisfacer a los sujetos en esa segunda piel que ha acabado por adueñarse profundamente de su consciencia.

Las libertades democráticas, concretadas en el Derecho que las formula, son esclavitud a las reificaciones no precisamente en la medida en que son vulneradas por un Derecho “negligente”, “hipócrita”, “que no se cumple”, “ideología”, “disfraz”, etc., sino en la medida contraria que supone su veraz cumplimiento. A su vez, esas reificaciones son ideología en tanto que vedan la comprensión del ser social real común a los sujetos que las encarnan, y que las atraviesa a todas siendo, una vez reconocido, el único punto de partida posible para la única resistencia auténtica posible: aquella que incorpore todas las resistencias específicas propias a una orientación apuntada a interrumpir aquellos procesos políticos y aquel Modo de Producción que fundan esas identidades –reales, efectivas, existentes, que no se reducen a ideología- cuidadas, atendidas, fortalecidas y confirmadas por sus derechos y sus libertades.

En este sentido afirmo que el poder atraviesa esta sociedad, porque los profesionales en contacto con los sujetos durante su proceso de reificación –que dura hasta la muerte-, aun sin tener el Poder, ejercen un poder determinante de la vida de ese sujeto, mientras un Jefe de Estado o un juez no puede soñar con marcarlo con esa profundidad, sino, el segundo, nada más que con derivarlo a espacios donde esas hormigas austeras, discretas, laboriosas, casi invisibles, realizarán su trabajo con paciencia, tolerancia y honestidad.

 

Desde determinados juristas, teóricos del Derecho y “filósofos” se opone la tesis marxiana sobre la condición del Derecho como dispositivo de dominación de clase, al Derecho como arma de los sujetos para limitar su propia indefensión y la arbitrariedad del poder, así como para garantizarles libertades y determinadas condiciones de Bienestar. Los “optimistas” entre ellos aseguran que el Derecho no siempre actúa como lo primero y que ya es, al menos parcialmente, lo segundo. Los “realistas” esperan que el Progreso haga desaparecer esa función de arma de clase al tiempo que realiza una potencialidad jurídica de defensa y protección de los ciudadanos.

En realidad, la certeza de que el Derecho es todo esto último no niega que sea aquello que Marx afirmó de él; cuando el Derecho formaliza en leyes y normativas la garantía de poder practicar una defensa de los propios intereses subjetivos de la subjetividad atrapada en reificaciones, con ello afirma y realiza su condición de dispositivo de dominación de clase. Para comprender mejor la mistificación que se expresa cuando se pretende estar delatando lo segundo en base a la “prueba” de las carencias en lo primero –carencias atribuidas, por este razonamiento mistificado, a una carencia otra, intencional, en lugar de a una carencia fáctica para el cumplimiento de propósitos verdaderos-, efectuemos la genealogía del Derecho de la burguesía:

La máxima Libertad-Igualdad-Fraternidad sintetizaba el ideal burgués de la sociedad. No eran sólo palabras, ni embaucaciones en nombre de las que arrastrar a los sujetos a luchar para la burguesía y, una vez tomado el poder, en nombre de las que esperanzarlos y conformarlos. Se trataba de ideología, pero no a modo de farsa (o no fundamentalmente), sino en tanto que la expresión de un proyecto burgués verdadero parcialmente realizable.

La crítica de la Economía Política revelará esa verdad concreta suya: la Libertad había sido conquistada y había fundado el proletariado. Los sujetos habían quedado libres de todo vínculo jurídico con el terrateniente y al tiempo libres de la contraprestación que para ellos tenía esa atadura: la garantización de la subsistencia y la posesión práctica de tierras[7], aperos de labranza, maquinaria, recursos naturales, animales que cazar y que pescar, bosques donde recolectar y talar, etc. Paralelamente, grandes masas de pequeños propietarios eran despojados de sus tierras por desamortizaciones que las fundían en una sola explotación, ahora factor de producción para la acumulación de capital.

Finalmente, las personas que tenían la tierra como medio de vida porque deambulaban a través de los campos, tomando de aquí y de allá, estableciéndose temporalmente a la sombra de los latifundios y cultivando para su beneficio exclusivo tierras del terrateniente, sin que fueran perseguidos, apresados ni sancionados por nada de esto, iban a serlo a partir de la colonización burguesa del estado y, en concreto, de su aparato jurídico. Sintetizando, había llegado la Libertad: las cadenas de la adscripción forzosa a la tierra se habían quebrado con nuevas leyes; nadie tenía ya porqué quedarse allí. En lo efectivo, esto significaba que, desposeídos por la institución de la propiedad privada (centralización de todos los Medios de Producción agrícolas en manos de la burguesía), no podían quedarse allí más que como proletariado rural, o emigrar a la urbe y vender allí lo único que la Libertad les había dejado: FT.

Por encima de las clases y de las relaciones reales en que estaban inmersas, relumbraba la Libertad: todo ciudadano era un individuo libre para hacer lo que deseara sin transgredir las leyes, que estaban para proteger esa Libertad de los intentos de impedirla por parte de terceros. El proletario era tomado como ciudadano libre que con su propiedad –ninguna, más que mercancías y salario- hacía lo que quería. Dicho de otro modo, podía vender su fuerza de trabajo o no venderla, como más gustara su estómago, y elegir a qué burgués de la burguesía iba a beneficiar con esa venta.

Al mismo tiempo, el burgués es también un ciudadano libre –no menos que el proletario, pues la Ley burguesa establece que todos son iguales ante ella- para operar con su propiedad, que es otra muy distinta –puede decidir a quién contrata y a quién despide, fijar cuánto de su propiedad transferirá al proletario en concepto de salario, cerrar su propiedad en respuesta a huelgas, etc. Cuando el proletario deja de percibirse como ciudadano y actúa para destruir esa Libertad del burgués y así la suya propia como proletario, la Ley, defendiendo la Igualdad de los ciudadanos en la libre disposición individual de lo que es de cada individuo, golpeará al proletariado con los medios precisos.

Por tanto, Igualdad de derechos y de amparo legal a cada ciudadano, sin distinción de clase, para que justamente gracias a ese mecanismo unos continúen siendo burgueses y, otros, proletarios. Pero también Igualdad para trabajar (si uno encuentra a quien le explote), para no trabajar (si se lo permiten a uno sus condiciones de existencia), para comprar y nutrirse (pues el dinero vale lo mismo salga del bolsillo que salga, aunque unos estén llenos y otros vacíos). La diferencia estriba en la posición del sujeto ante el modo de propiedad existente: unos la privan, otros están privados de ella.

 

Eso nos pone de lleno en el Principio de Fraternidad. Al traducir la sociedad de clases en esta pseudocomunidad de átomos individuales “libres e iguales”, es decir, tomados indistintamente por la Ley y dotados de disposición sobre su patrimonio (en caso de tenerlo), la burguesía no ve justificación para una ruptura de la paz más que cuando, desde su perspectiva, considera que el gobierno vulnera su compromiso de servir a esa máxima (Principio de Resistencia teorizado por Locke). El Mito fundacional de la burguesía descansa sobre el relato del esfuerzo propio como motor histórico de su propiedad[8], correspondencia formalmente realizable por cualquiera.

Y el gobierno debe abstenerse de intervenir en este proceso a favor de algunos y en perjuicio de otros, con lo que sesgaría aquello que la burguesía identifica con la Justicia. Cumplida esta condición por el estado, nada justifica la ruptura del Principio de Fraternidad, es decir, de la sumisión pacífica del proletariado a la burguesía. Ello es así porque la acción de clase contra la propiedad privada implica un desacatamiento de ese Mito fundacional de la burguesía y reproductor de su orden: la adquisición de propiedad como una actividad no violenta. Es decir, implica la disidencia con respecto al dogma racional -se trata de un razonamiento- a través del que la burguesía aplica una coacción moral sobre un proletariado moralizado en su lógica; aquella lógica que anuda unas premisas[9] con la conclusión que supuestamente determinan pronunciar. Esta conclusión se compone de un mandamiento y una advertencia: “No coaccionaréis la Libertad del capitalista o seréis castigados por ello”.

 

A nadie escapa que del dicho al hecho hay un trecho: la dureza de las penas se distribuye con arreglo al tipo de delito y, por ende, a la clase del infractor; las discriminaciones, por abundantes y por la diversidad de grupos sociales afectados, se convierten en norma y no son excepción; la igualdad de oportunidades es quimera cuando no existe igualdad de recursos; afrontar una pena y suavizarla dependen del bolsillo del acusado; la corrupción guía la jurisprudencia; también guía la jurisprudencia el carácter de clase de los jueces, porque desde esta perspectiva de clase valoran moralmente e interpretan “la gravedad de los hechos”, “contextualizan”, etc.; la Fraternidad acaba en la calle entre gases lacrimógenos y cargas policiales; personas que realizan el mismo trabajo no perciben el mismo salario ni son afectados por las mismas condiciones laborales en función de su sexo, procedencia, edad; podríamos escribir y escribir un ejemplo tras otro. A Marx tampoco se le escapó.

Sin embargo, la tergiversación izquierdista de la tesis de Marx: El Derecho es un dispositivo de dominación de clase, consiste en señalar este carácter en el hecho de que “Libertad-Igualdad-Fraternidad” no se cumple en los hechos. Una franja entre estos izquierdistas son los burgueses pensantes más idealistas que existe: imaginan que la realización impura de la idea es consecuencia de corrupciones, pervivencia de esquemas dictatoriales, de la tiranía del “gran capital” sobre el estado, en fin de una carencia política. Dicho de otro modo, creen en el potencial de esta sociedad y en su virtuosa esencia en mucho mayor grado que las demás ideologías.

La otra franja admite que esto no es sólo una cuestión de cambiar actitudes, y de ejercer presión y participación populares, así que subrayan la contradicción insalvable entre los intereses particulares de la burguesía y el cumplimiento de unos ideales que ésta propagandearía hipócritamente. Ello exigiría a los proletarios “tomar el estado”, por ser los únicos auténticos interesados en tal cumplimiento. Este planteamiento, de abrirse paso exitoso, ha cristalizado históricamente en la constitución de estados obreros: organización política del capital que ha priorizado la atención a los obreros y la defensa de sus derechos, de sus intereses como obreros que son, etc. Empresa política que vuelve a encontrarse con los impedimentos objetivos que a su funcionamiento planta el proceso de acumulación de capital, pero que aun así ha logrado en algún caso relativa eficiencia, pensemos en la RDA.

Pero lo importante es hacer notar aquí que todos ellos convergen en servirse de la sentencia de Marx: El Derecho es un dispositivo de dominación de clase, –en invocarla, citarla- reputándole a Marx haber denunciado el Derecho como “ideología”[10]. Cuando, más allá de esa verdad no radical que Marx percibe también, el eje central de su crítica del Derecho no es su incumplimiento, ni el eterno espejismo de verse cumplido, sino precisamente la voluntad burguesa de cumplir la esencia del Derecho, todo lo no accesorio en él, el despliegue en la realidad de la Libertad, la Igualdad y la Fraternidad.

La prueba de ello es que hay sólo una situación hipotética que fuerza al Derecho a ponerse a sí mismo en suspenso, por ser una situación que, por un lado, no puede tolerar y, por otro, la clase a que el Derecho sirve no puede afrontar sirviéndose de éste: aquella en que unos y otros sujetos dejan de reconocerse en lo que el poder normalizador ha hecho de unos u otros, y dejan de exigir que se les proteja por ello, con voluntad para destruir esas identidades reales en que el poder los identifica selectivamente entre sí por la misma operación con que los separa ideológicamente de su ser social concreto como desposeídos.


[1] En ese sentido nuevo con que la ideología del marxismo falsificó el concepto marxiano y que, aplicado a los derechos y las libertades democráticas, funciona atribuyendo a estos y a éstas un estatuto de disfraces paralelos a la racionalidad burguesa “profunda”, donde cabrían insertos nada más que como superficie justificadora.

[2] Normalmente las autocríticas no son auto-anuladoras, sino que surgen de la voluntad de hacerse un favor. Esto es irreprochable desde el punto de vista de la salud de cualquier organismo, y la burguesía demuestra no estar corrupta ella misma, porque sabe lo que le conviene.

[3] En el sentido que le dieron los situacionistas, como la cosificación unitaria de una multiplicidad de facetas en las que los sujetos sociales del espectáculo permanecen cosificados, el espectador no es quien contempla, sino una reificación cuya actividad consiste en realizar, a través de sus relaciones mediadas, las representaciones de lo real formuladas desde la perspectiva inherente a la burguesía.

[4] Muchas de estas poblaciones no son realidades comunitarias, sino que están divididas en clases, de modo que el Derecho consuetudinario no es calificable de “vínculo indígena” en abstracto. Aunque pueda llegar a representarse en sus conciencias como una realidad “emanada naturalmente de la relación natural entre la comunidad y la tierra” y por ello palpado como algo propio a diferencia del rechazo que suscita la Ley estatal –de ahí justamente la promoción de la reconstitución del Derecho consuetudinario vía ONGs, Forum Universal de las Culturas, etc.-, lo cierto es que ese Derecho es producto de la separación social en cuya reproducción participa.

[5] Robert Castel, en La sociedad psiquiátrica avanzada, describe la particularidad definitoria del abanico de actividades encaminadas a asegurar que sociedades como ésta la de quien escribe no quiebren. Esta particularidad reside en una política que funciona atravesando toda diferencia –social, cultural, de formas de vida, contracultural…- exactamente tal y como actúa la bomba H con la materia inerte: deja la diferencia intacta, al tiempo que la pone a funcionar constructivamente en el universo social; en un conjunto de partes interconectadas operando orgánica y armónicamente para la propia auto-reproducción de la jerarquía ordenada que constituyen. Mediados por esta política, orden y diferencia se funden en una simbiosis perfecta, de modo que sólo existe su síntesis: la diferencia es orden social y el orden social consiste en una heterogeneidad de la que ha sido neutralizada cualquier virtualidad antisocial.

[6] Ver punto I.IV.

[7] Uso, disfrute, aprovechamiento: lo que Marx llama propiedad real oponiéndola a propiedad jurídica.

[8] Aquello mismo que Marx desmiente en La acumulación primitiva.

[9] “Unos tienen más éxito que otros”, “Unos llegan más lejos que otros”, “La propiedad es el resultado de la interacción de tres variables: esfuerzo, aptitudes y suerte-herencia-posición social de origen”.

[10] En el sentido ideológico vulgar “marxista”, que no marxiano, del término; esto es –para esta cuestión-, como mentira de lo dicho por la Ley encubriendo lo no dicho: ser objeto de omisión, de ignorancia, de aplicación selectiva, de manipulación, de trampeamiento político.