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Comulgar en el hacer(nos)

La burguesía, en su prepotencia y seguridad de sí, llegó a creer de veras que con el inicio de su reinado de Libertad no se precisaba ya de ideología


Tamer Sarkis Fernández

1.- EL ESPEJO ÚTIL DEL CAMBIO

Marx nos ha legado el análisis de cómo el producto –materia dotada de valor de uso- fue desdoblado en valor de uso y valor de cambio, primero en consonancia a un principio de intercambio colonizador del ámbito distributivo de producto, y más tarde por la colonización de la producción por el intercambio. Resultará legítimo entonces problematizar la categoría de valor de uso tal y como ha sido definida tradicionalmente por el marxismo (utilidad del producto). El valor de uso, sí, colonizado por el valor de cambio. Pero, en las sociedades donde el producto ha sido valor de uso sin ser valor de cambio, ¿acaso el sentido de la producción habría sido fundar materia susceptible de empleo útil? ¿Habría de ser por eso que la producción funda objetos? ¿Referirse a un “objeto” es referirse consubstancialmente a un “útil”?

En sociedades de economía llamada “natural” por algunas corrientes del marxismo, se producen valores de uso. Ahora bien: ¿el elemento genético del objeto, y que lo determina a ser, sería hallable en una producción de sentido radicante en habilitar utilitariamente a la materia? La premisa de un producto concreto, que llega a ser tal definido por una producción no orientada ya a dar realidad tan sólo a aquello intercambiable… La premisa de un producto concreto llegando a ser tal definido por una producción cuyo leit motiv fundacional supuestamente sería el empleo útil, ¿encarna el concepto real del Ser total del objeto? ¿O es pura parcialidad, puro fetichismo también?

Este fetichismo objetivo remitente a la relación social con el objeto cosificado en mercancía  se replica a nivel psicosocial (actitudinal, conductual) como boom de la “liberación de la función” (Baudrillard, 1968) a que asistimos desde “los dorados 50” y su hoy contracturante “democratización del Bienestar”: proliferación de mobiliario-kit, joven pareja arquetípica apologeta de la desnudez ornamental. Paroxismo de lo feo –feísmo- y demanda expansiva de la función absoluta. Abolición de lo accesorio. Triunfo de Ikea en el ranking empresarial de beneficios. Todo ello no deja de recordar aquel proyecto burgués primitivo de “sustraer a las cadenas sus imaginarias flores”. O, en otras palabras, de liberar al proletario de toda carrocería ideológica tradicional y ropaje alentador y embellecedor para dejarlo desnudo ante sí mismo, como Fuerza de Trabajo libre. Pues la burguesía, en su prepotencia y seguridad de sí, llegó a creer de veras que con el inicio de su reinado de Libertad no se precisaba ya de ideología, de la vieja moral formulada en términos feudales -Contrato de lealtades y prestaciones recíprocas-, ni de formas religiosas concretas analgésicas.

Ya denunció Marx la falacia intrínseca a esa pretendida liberación, que no era más que liberación de la función mercantil pura de los seres humanos cosificados en proletarios. Ahora, es más: la liberación del valor de uso siendo despojado de “lastre” inútil, ¿no sería acaso el colmo de relación servil con el objeto, vuelto reductivamente utilitario en lugar de desplegarse productivamente sirviendo al productor en su amplitud de cualidades sensibles y sociables? ¿Y todos los progres “artificio”-clastas?, ¿no fueron ellos y son aquello que atacaban?: fetichistas (del uso), consumistas de la falsificación funcional de la vida y de sus sentidos posibles.

Quizás ocurre que el proceso por el que la mercancía ha poseído producto y producción, y la cosificación del objeto en mero “útil”[1], son procesos inseparables entre sí. Quizás lo que acontece es, en definitiva, que el capitalismo ha desvestido, a los procesos de producción, de sus cualidades en relación a la expresión de capacidades, mientras ha ido aboliendo los vínculos bajo los cuales se producía, y que la producción afianzaba. Ello hasta el extremo de que en las representaciones y en los valores, correlato de esta alienación real de la producción en “trabajo”, producir significa muy poco. Son los objetos, para capitalistas y pequeñoburgueses, algo a producir y a vender. Al tiempo que, para productores y acondicionadores forzados de la vendibilidad mercantil, los objetos quedan reducidos a ser algo a poseer, a emplear o con lo que soñar.

Se desvela así la aparente condición ontológica del objeto como valor de uso, que habría de reconciliarse consigo mismo tras ser desocupado de valor de cambio, como el estado raquítico y caricaturesco –de “útil”- en el que le deja un Modo de Producción. Éste desviste, al objeto, de ser canal de auto-gasto y de don social de las energías productivas propias. De ser canal procesual y fin objetivado en materia, de la afirmación de capacidades. De ser producto de la insumisión de los sujetos a la auto-reserva y el auto-ahorro, tan cómodos y provechosos como ausentes de actividad e intervención (y por tanto contemplación, inhumanidad, alienación de la única naturaleza de nuestra especie: su naturaleza social), etc. Ese Modo de Producción descuartiza realmente al objeto y nos lleva a pensar su identidad con el “útil”, que es efectivamente una parte de sí. Y ello porque se trata de una forma de producir des-cualificada ella misma, en sus transcursos concretos, de estas realidades, de modo que, relacionándose con los Medios de Producción o en un medio laboral-satélite de la producción, el proletario productor o el proletario no obrero ni están expresando estas dimensiones potenciales de la existencia social[2] ni, por ende, las están realizando en objetos.

2.- LA COMUNIÓN MATERIALIZADA

El principio de continuidad –el desapego de uno hacia un self sentido como sujeto operante con un mundo-objeto- nos lleva a la producción[3] y queda en el objeto como su substancia, lo que explica tendencias sociales opuestas a la apropiación privativa y constitutivas de mecanismos que podríamos llamar “de prevención y obstáculo de la emanación de la propiedad privada”, como la prescripción de tránsito social de ciertos objetos[4], la proscripción de su acumulación[5] o la extinción de sobrante por gasto festivo[6]. A su vez, el objeto es el receptor del principio de continuidad y lo atesora, expresándolo, lo que explica su dignificación morfológica para ponerlo a la altura del movimiento interior compartido que lo ha producido; el objeto debe hablar de sus fuerzas motrices, que no son utilitarias y nada más. El productor, por ello, produce la fidelidad del objeto dotándole de rasgos que escapan ellos mismos a una servidumbre al uso o al cambio; siendo estetizado, lo redobla en su condición de receptor de energías extra-utilitarias.

Organizar la producción motivada por esta tendencia a la continuidad de los sujetos –a la no desaparición de los otros sujetos dentro de cada episteme, para ser substituidos por su réplica objetual; por un Yo-objeto servil al Yo de cada sujeto y un Yo-sujeto servil al principio de conservación social- es una solidaridad material subjetivamente experimentada. Experimentación que activa formas de gasto y de consumo en cuyo acaecer reaparecen esas superestructuras emocionales y de identidad producida como identificación. Cito por ejemplo la deposición de útiles en tumbas en Siria. En un texto previo yo mismo desarrollo las implicaciones del ejemplo. Reproduzco aquí un fragmento:

“[…] En otros casos, el don destinado al ajuar es materia de gran valor de uso o gran valor de cambio potenciales, pero extirpada de esa dimensión. En estos casos precisos, el valor meta-utilitario y meta-mercantil de la producción es asociado no a objetos y materias “limpias” de haber entrado en uso –inútiles-, sino a objetos cuya racionalidad productiva sí fue la de su aplicación instrumental. Pero a los que el grupo social priva de ese destino, desviándolos hacia el no-uso, y en especial si por sus propiedades eran esos objetos particularmente eficientes. En estas ocasiones, es el objeto lo que está siendo sacrificado (producido como objeto sacro) mediante el acto colectivo de negación a reducirse a la dependencia bajo el instrumento, siendo negada así la racionalidad pragmática pues se pierde el beneficio del instrumento en esa afirmación de ser más que el instrumento.”

“[…] Otro caso ilustrativo es el que depara Tel Halaf (Siria), donde los ajuares encontrados cuentan con lamparillas, jarras, candeleros, etc. Las lamparillas poseen la peculiaridad de no haber sido jamás empleadas, abstinencia probada por la completa ausencia de signos de combustión (ni manifiestos ni hallables por contraste químico de reacción). Por tanto, pertenecen a un universo objetual cuya racionalidad de producción es profana, pero que quedaron exentas de uso, siendo, de esa manera, no profanados y donables al muerto; el donatario produce el valor cualitativo contenido en la contradicción entre trabajo invertido y destinación improductiva, mediante esa práctica de gratuidad. En otras palabras, mediante ese modo de consumo que no produce las rentas de valor de uso alguno, seccionando así por la mitad a la lógica productiva misma del producto social, y con ello insubordinándose al orden de existencia que el valor (de uso, de cambio) tiende a regular”. Esa activación comporta estar reproduciendo la organización de la producción desde los efectos materiales provistos por el consumo[7], y desde la alimentación que el consumo hace de esa tendencia primigenia de los sujetos sociales al don de sí.

Produciendo se afirma la distinción humana consistente en ser un animal cuya esencia no reside en adaptarse a unas condiciones, sino en transformarlas, subvertirlas, emplearlas y sobreponerse a ellas, capacidad que se traduce en un movimiento de transgresión de la materia y una oposición interior a dejarla intacta[8]. El movimiento de ruptura con el servilismo a la estrechez de la auto-transformación como reacción nos pone a producir, tanto como producir expresa la superación humana de un principio utilitario adaptativo que sí es ordenador de otras dialécticas animales con el ecosistema.

Esa fuerza que nos lleva a mantener con las condiciones de existencia una relación agónica, en lugar de sumisamente adaptativa, está tan detrás de nuestra disposición a usar la materia, como pueda estarlo el ánimo de utilizarla. Por tanto, toda utilización de la materia, traducible en objetos o en su modificación, es hacer uso de ella, pero no todo uso cobra sentido a partir de la utilización[9].

3.- LOS AMANTES, SU COMUNISMO, SU PRODUCCIÓN

Todo esto dicho en relación a la producción de sustento y de objetos, vale también cuando atendemos a la producción de sujetos sociales. Bien es cierto que, con arreglo al último caso, las interpretaciones mecanicistas están mucho menos afianzadas, y casi monopolizadas por discursos creacionistas que se pronuncian muy distantes de cualquier contexto científico. La tesis según la que relacionarse sexualmente es poner en práctica un dispositivo orientado a la realización de un Plan e Imperativo Divinos contenidos en el “Creced y multiplicaos”, lleva cinco siglos siendo erosionada, y goza hoy del mismo prestigio científico que pensar al Homo Sapiens Sapiens como una novedad de diseño ultramundano puesta por dios en el séptimo día del Génesis.

Ni que decir tiene, por otro lado, que el engendrar no se reduce a ser un resultado efectivo de la vida sexual, sino que deviene circunstancialmente fin racional de la misma. Y que ese fin, lejos de idearse unívocamente en la diada compuesta por los productores directos, eventualmente se pre-cocina por una política que los activa a estos. Es más: la oportunidad situativa misma para la producción de sujetos es el objeto de una política. La oportunidad de procrear es acotada mediante una normativa que prescribe y excluye, a la vez que es producida por unas prácticas de clasificación de los sujetos que los etiquetan como tomables o no. Entre este segundo grupo de prácticas clasificatorias, destacan las que ponen a las mujeres en situación de oferta intersocietal, circunstancia que, para su realización, ha requerido ella misma de una política paralela de sexualidad sobre estas mujeres (virginidad, control somático, preparación, identitarización), política productiva de ellas como susceptibles de ser ofrecidas.

Pero, a pesar de la existencia de mecanismos ideológicos que animan, inhiben, condenan…, la procreación, o que premian la no procreación[10], no por la existencia de todo ello cifraremos de “instrumental” tout court el sentido de la actividad sexual. Ello ni siquiera teniendo en cuenta la verdad de que, en la historia de la especie, la producción de sujetos ha constituido de forma recurrente una estrategia adaptativa/subsistencial de los copulantes, inmersos en condiciones de existencia metavolitivas y metaconceptuales (más allá de la imagen de las mismas producida por el pensamiento de los copulantes). Aun viendo que la dimensión instrumental existe, es de Perogrullo el hecho de que la producción de sujetos sociales, aun tomada en su verdad parcial de actividad racional y socialmente organizada, no subsume en el seno de su propio sentido el sentido de la vida sexual[i]. Será condición permisiva de la producción de sujetos[11], pero su sentido no es inscribible alegremente en el mismo orden de esa producción humana/fin racional[12]. Este tipo de producción en su dimensión de finalidad sociopolítica relativa[13] se configura dotada de regulaciones que son correlatos de aquello que concretamente se pretende; la racionalidad ajusta a ella misma la actividad de producción de sujetos. Regulaciones e incitaciones, que, ellas sí, invaden de su cuenta lo sexual y lo forman. Y, sin embargo, todo esto no niega la existencia de producción de sujetos exenta de motores de signo instrumental, sea llegando el producto como consecuencia no deliberada o sea fruto de una decisión de los productores –codecisión o tomada por uno de ellos.

4.- LA IDÉNTICA CON-FUSIÓN

Esta ausencia de motores políticos, subsistenciales, de producción de fuerza de trabajo, de obtención de ventajas fiscales o de ayudas “sociales”, de glorificación de “la Voluntad Divina” mediante la obediencia del mandato natalista, de prestigio provisto por una prole numerosa, etc., animando la motivación reproductiva del acto sexual, es una ausencia que nos resulta fácilmente pensable: en tanto que amantes –es decir, en el marco de esa relación social precisa-, aquel modo de ser en el mundo que les domina no es el estado de discontinuidad. Es, por el contrario, el estado de continuidad: el amado o la amada queda excluido del mundo-objeto del/ de la amante. Lo que es en ellos –en cada uno- se expresa como sexo, en el que, lejos de prescindirse de sí mismos, se conquistan a sí mismos; al no ser fuera de esa identidad –que ha llegado como indistinción– opuesta a la vieja identidad social, y que resultó pulverizada en tanto que era una identidad socialmente producida y fundamentada en la distinción.

A su vez, esta experiencia de la identidad como lo idéntico –esta experiencia de lo Único- se encamina a completar la in-distinción de la diada en la producción de la continuidad perfecta, producida a modo de un ser él mismo discontinuo y que, como antítesis producida, inaugura dialécticamente un nuevo movimiento tendencial hacia la ruptura de su propio ser discontinuo (de su propia identidad como distinción)[14]. Sobra decir que, en este caso, resulta absurdo referirse a la actividad sexual en términos de práctica social instrumental, como no sea en el sentido de que en este caso el sexo es practicado con objeto de reproducirse la identidad indistinta amante-amado; de consumarse esa mismidad al materializarse en un sí mismo (un mismo cuerpo, un solo sujeto). Pero incluso desde esta perspectiva es dificultoso objetivar así el sexo, debido a que ese reproducirse ha sido tomado en tanto que finalidad, pero no es una finalidad ella misma instrumental; los productores no asumen ni ejecutan un plan de reproducirse para… (asígnesele una finalidad al producto que fijara la racionalidad de la actividad productiva/sexo). Sino que, al revés, el producto es la traducción de una ruptura radical con cualquier imbricación relacional motorizada a partir de un imperativo de aplicación de la relación social configurable.

Esta posibilidad, que se ve más o menos clara en el ámbito de la producción de sujetos, resulta poco menos que impensada para cualquier otra especie de producción. ¿Acaso el grado con que la burguesía ha doblegado realmente a la actividad productiva en su sombra de trabajo-medio, es tan perfecto como para no habernos dejado otro horizonte reflexivo o conceptualizador no instrumentalista que el del sexo, el gestar/fecundar, el dar a luz, el gasto improductivo de producto, el jugarse recursos sin ánimo de reingresarlos acrecentados, la reciprocidad de producto, el esteticismo artístico o el gastarse en la noche y el gastar la noche en ociosidad festiva? ¿Porqué no pensar también así la animación, la pronunciación social de relaciones de producción?


[1] En el plano de las representaciones y en el terreno de las relaciones que mantiene con el producto el consumidor (de su modo de relacionarse con el objeto).

[2] La utilidad, que aparece como principio organizativo de “La vida social”, es la imagen invertida de la realidad de la utilidad como estadio terminal tendencial hacia el que se proyecta esta sociedad con su modo de configurarse y regular sus actividades.

[3] No nos conduce única ni consubstancialmente a la experiencia contemplativa de la Totalidad (budismo) o al desapasionamiento rotundo por la existencia (Schopenhauer), aunque la filosofía haya puesto el acento más en las provocaciones “quietas” del estado de continuidad, que en su vertiente transformadora.  

[4] Kula en Malinowsky (1971) y Mauss (1961).

[5] Hundimiento de tablillas de cobre en Potlach (Mauss, 1961).

[6] Banquete sacramental acompañando la ingestión colectiva de soma entre los arios védicos (Escohotado, 1998).

[7] Como si de un colosal acto de reciprocidad entre órdenes de prácticas se tratara, los cazadores donan y manufacturan partes específicas de la presa a las mujeres, sirviéndoles la materia productora de su identidad social de género (Veblen, 2000). A través de estas ofrendas materiales y de sus connotaciones, resulta esa identidad especializada en la actividad reproductiva (permisiva de la misma producción).

[8] Eso mismo que, siendo una cualidad alienada en una sociedad de sujetos en su mayoría alejados del trabajo manual de transformación y de la creación artística, regresa para descargarse sobre nosotros al no quedarle otro blanco cuyo estado y formas quebrantar. Y traduciéndose así en autodestrucción, auto-castigo, auto-odio (bajo el aspecto de anorexia, obsesiones, etc.), autocensura y otros modos intravertidos de proyección alteradora. Para la comprensión del concepto freudiano de neurotización de las pasiones: Freud, 1977. Nietzsche analiza el origen de la mala conciencia en términos análogos (Nietzsche, 1998).

[9] En las primeras formas cazadoras-recolectoras de agregación está ya clara la conexión entre sacralidad –valoración representativa y práctica de la dimensión del ser social no hipotecado a la noción de utilidad- y producción. Esta conexión queda expresada en el totemismo como “forma elemental de la vida religiosa”, en términos durkheimianos (2003), el cual no es nada ajeno a la condición objetiva del animal en tanto que fuente de extracción, o “mina”: Factor de Producción unitario de otros Factores de Producción, de Medios de Producción y de objetos fabricados a partir de osamenta, tendones, piel, etc. Este peso de la producción en la disidencia colectiva a la reducción instrumental de las prácticas sociales correlaciona con las tendencias religiosas animistas y naturalistas allí donde el peso específico de la recolección o de la horticultura es netamente superior al de la caza. La hipótesis común de la producción nada más que medio se revela socio-ilógica a la luz de que, en cada uno de los casos, el Factor de Producción por excelencia es respectivamente el eje de lo sagrado. Recordemos que el gesto explícitamente sagrado en las esferas del consumo y el gasto suele adoptar las formas de la pérdida no operativa y/o de la pérdida como corte, desafío, inversión… del hábito funcional en lo que se refiere por ejemplo a la destinación de producto sobrante y a la gestión de las energías humanas; esto es, profanación de la propia profanidad. 

[10] Y ello en función de circunstancias de equilibrio/desequilibrio demográfico; o de Grand Politik demandante de efectivos enmarcables en contextos racionales belicistas, productivistas, expansivos o incentivadores de la proliferación de efectivos en tanto se toman como Fuerza Productiva con que apurar el potencial brindado por unas Relaciones de Producción en funcionamiento.

[11] Aunque ha dejado de serlo a niveles particulares, y no es descartable que deje de serlo en un futuro también como condición permisiva de reproducción social.

[12] Del mismo modo que la posesión, por el sujeto social, de energía física es condición de posibilidad para su constitución en FT, pero ello no implica obviamente que la FT y sus aplicaciones atesoren el sentido de nuestra capacidad para traducir en actividad esa energía.

[13] Pues es finalidad solamente porque es a su vez instrumento inserto en otras racionalidades finalistas: políticas, productivas, etc.

[14] Mi afirmación coincide con el análisis schopenhaueriano de la procreación, que el filósofo desarrolla admirablemente en El amor, las mujeres y la muerte.

[i] Pero cuidado: si escribimos “placer” en lugar de “procreación”, entonces la cuestión parece no estar tan clara a ojos sociales vista. Es fácil refutar a ciertos elementos del Opus Dei en relación a su dogma que ubica el sentido del sexo y su justificación “en la procreación”; pero es ampliamente compartido, en una sociedad utilitariamente subsumida como “la nuestra”, que el sentido de las prácticas sexuales estriba en dar y obtener placer. Desde esta perspectiva, los relacionantes son vistos como imbricados en una reciprocidad de uso, y el cambio más o menos frecuente de usante/usado es calificado de “natural” (inscrito a “la naturaleza misma” de las relaciones sexuales), o al menos es compartidamente anhelado como ideal normativo: “Dejamos de encontrar disfrute con la repetición de uso, o el placer se gasta con el desgaste de la novedad y con la rutina (en la variedad está el gusto)”, se viene a decir. ¿Pero es realmente el sexo una práctica efectista –cuyo sentido gravita sobre el Principio de obtención y de aprovisionamiento/proveimiento? No cabe duda de que cada vez con mayor amplitud social es así pensado, así perseguido y consecuentemente así planteado y establecido. Y, a pesar de esta dominación ideológica hedonista que restringe el sentido del sexo asimilándolo a un feedback apropiativo/contributivo (modelo ideológico liberal del Contrato extendido también al modo en que los relacionantes sexuales piensan su disposición), ¿el modelo previo consigue falsificar la práctica social real a su imagen y semejanza?

   La respuesta es “No”: incluso para nosotros, seres en el núcleo del utilitarismo organizado, el sexo continúa siendo una práctica eminentemente de expresión, y no prioritariamente efectista; no acostumbramos a encarrilar nuestro comportamiento durante el sexo en optimizar  placer y calcular lo que hacemos como una “inversión” a tal “fin”, e, incluso si nos lo representamos a priori en términos de placer a obtener y a reportar, la fortaleza de la experiencia en su transcurso desecha esa chatarra ideológica y nos ayuda a des-in-corporárnosla. Sabemos por las estadísticas de Sexología de la existencia de un tiempo estándar necesario para “alcanzar” el orgasmo (maximización del placer), y sin embargo no tratamos con el sexo como con un medio de transporte que nos permitiera “un alcance”. En definitiva, el sexo es para nosotros también una ocasión de erotismo (Bataille, 1970); quizás la ocasión erótica por excelencia. Nos entretenemos eróticamente en el sexo, de modo que la iniciativa de práctica y la práctica misma no quedan del todo colonizadas ni por un sentido inversionista de obtención o de transferencia de placer (o de obtención mediante la conciencia de transferencia); ni por un sentido “de salubridad” paramédico o psicoanalítico vulgarizado que fijara el sexo como dispositivo político del equilibrio, del humor, de las “buenas relaciones”, de la salud mental y física, de la capacidad para la crianza de una progenie desacomplejada y correctamente referenciada en las figuras paterna y materna, etc. Jamás permitimos que se consume la doble posesión: la hedonista que emplea al otro en una política de la extracción de placer, y la exaltadora de las virtudes “sociomédicas” de la práctica a la vez que acusativa de irregularidades, peligros y disfunciones psicosociales que el mero dato de su falta indicaría. La prueba es el recreo erótico del sexo, desproyectado así de cuanto no sea su auto-alzamiento como vivencia consciente y sensual de la experiencia más allá de la mera experiencia sensorial y sensible animal común –no específicamente humana.

   Esta forma no utilitaria de “interesarse” por el sexo y de imbricarse con él no es asunto específicamente “moderno” ni característico esencialmente “de la Antigüedad”: en la cueva del pozo de Lascaux, hay una pintura rupestre (Paleolítico Superior) en la que aparece representado un “hombre con la cabeza de pájaro” y su sexo erecto: ya entonces los seres humanos nos ocupábamos del sexo –practicándolo o representándolo- no desde la mera respuesta mecánica a una necesidad instintiva de satisfacción que mueve a las especies con arreglo a periodos (celo). Otras huellas de erotismo son la propia promiscuidad representativa de figuras masculinas con el pene en erección, así como una figura femenina que expresa posturalmente su deseo sexual y una figura rupestre doble en la que los cuerpos se relacionan (ésta última pintada al abrigo de la roca de Laussel). Con el erotismo, deja de estar el sexo necesariamente acotado a los umbrales de la respuesta adaptativa, el recurso funcional, la “artimaña de la Naturaleza”, la “voz de la especie” e imperativos de instrumentalidad semejantes; ya que nos acompaña o le damos presencia –por ejemplo, en la representación- “fuera de tiempo” biológico regulado que correspondiera a un telos oculto de la auto-reproducción específica o de la reproducción social. E, incluso más allá, con el propio erotismo desencadenamos el sexo, sin que éste esté a priori, lo que da muestras de nuestro desapego alcanzado frente a una condición de juguetes movidos por una racionalidad utilitaria adscrita a unas “leyes de la Evolución” (presupuesto manejado por la Ecología Humana).

   El “tiempo medio necesario para el clímax” está ahí. Existe, es una realidad física; eso es todo. No es una Variable rectora, que por lo general se tome en cuenta operándose con ella en pro de su reducción, que nos permita llegar antes al “resultado de óptimo de placer”. Veremos que lo mismo vale para la cuestión de la producción en un amplio arco de sociedades y durante la mayor parte de la historia: los grupos humanos no han ido innovando y aplicando Medios de Producción y técnicas (procedimientos, disposición sistémica de los elementos productivos) porque la relación social entablada con el tiempo de producción socialmente necesario sea una cuestión de apuro y aceleración por disminuirlo. El tiempo de producción es tiempo de vida, y sólo deja de serlo para convertirse en un reverso existencial a despachar cuando la técnica misma (el procedimiento) es vaciada de su cualidad de dar soporte a la vivencia productiva, para ser repleta al dictado del Imperativo de eficiencia a contratiempo. Hasta ese momento de su prostitución, la producción no entiende de productividad más que en un sentido lúdico y de auto-expresión potenciaría a través de la cantidad y de la eficacia; pero jamás en el sentido de ser tomada y valorada por el tamaño o el diferencial que representen sus resultados.